Hace mucho tiempo, cuando tus abuelos eran niños, había un pequeño carrusel en un pueblo. Tenía dos ponis, un coche, un bebé elefante, un tren, un avioncito, un dragón y un cisne. Estaba justo en el medio de la plaza del pueblo y los niños se montaban en él desde el amanecer hasta el anochecer todos los días. ¡Los niños no se cansaban del carrusel!
Pero no era un carrusel cualquiera, ¿sabes? Era mágico y cada noche, después de que los padres llevaban a sus hijos a casa, el carrusel cobraba vida.
El bebé elefante exclamó primero: —¡Oh, fue un día maravilloso! ¡Muchos alegres niños me llevaron a dar una vuelta! ¿Cómo estuvo su día, ponis?
Los ponis relincharon alegremente. —¡Estamos muy contentos! ¡Fue un día espléndido, como ayer y anteayer!
—Bueno, ¡creo que es hora de que nos arreglemos un poco! —dijo el cisne. Extendió sus alas, las agitó un poco y empezó a lavarse.
—Tienes razón, amigo —dijo el cochecito.
—Déjame ayudarte con mi trompa —dijo el bebé elefante. Saltó del carrusel, se dirigió con pasitos alegres hasta un arroyo cercano, succionó una carga de agua con su trompa y la roció encima del coche hasta que quedó limpio y brillante, como un vehículo nuevo. Al coche le gustaba que lo llamaran vehículo, porque pensaba que la palabra sonaba más elegante.
—Muchas gracias, elefante —dijo—. Pero probablemente también debería sumergir mis ruedas en el agua. ¡Nunca se puede estar demasiado limpio! —dijo el coche y se apresuró hacia el arroyo para limpiar sus cuatro ruedas.
Después el bebé elefante llenó su trompa con otra carga de agua y uno a uno lavó los ponis, el tren, el avioncito y hasta el dragón, que no quería mojarse e intentó escupir fuego por su diminuta boca.
—Soy un dragón, ¿recuerdas? —chisporroteó bajo la ducha—. ¡Cuántas veces necesito decirte que nos gusta el fuego, no el agua! —El dragón enfureció y trató de escupir algunas llamas de nuevo, pero como era sólo un dragón de carrusel, no pudo. El dragón deseaba desesperadamente poder escupir fuego y pensaba que con suficiente práctica lo lograría algún día.
—¡Un dragón que no puede escupir fuego, ja, ja, ja! —rio el pequeño avión.
—No sé de qué te ríes —dijo el cisne con voz severa. — A ti tampoco te hemos visto volar muy lejos, querido avión. ¡Seguramente nunca has volado más lejos que del carrusel al suelo! Ahora, seamos amables los unos con los otros. Creo que también me daré un baño.
Extendió sus alas y aterrizó directamente sobre la superficie del arroyo. Sin embargo, tuvo que regresar caminando. Sus alas de madera podían llevarlo hasta el suelo, pero eran demasiado pesadas para levantarlo de nuevo en el aire.
Todas las noches bromeaban y hablaban así, y cuando se dormían se quedaban muy callados y quietos hasta la noche siguiente. Todos estaban hechos de madera, elaborados por un maestro tallador de madera y pintados con hermosos colores por un maestro pintor.
Pasaron muchos años y todos los niños del pueblo crecieron y se convirtieron en padres, tal como lo habían hecho sus padres antes que ellos. Los niños de la actualidad, sin embargo, tenían otras cosas que hacer. Tenían diferentes aficiones y ya casi nunca venían a jugar al carrusel.
—¿Cómo estuvo su día? —preguntó el bebé elefante.
—No estuvo mal, algunos niños vinieron a dar un paseo con nosotros —dijeron los ponis, pero no sonaban muy convincentes. En realidad sonaban bastante tristes.
—Igual yo —dijo el tren, y emitió un sonidito lamentable con su silbido.
Pasaron más años y todos esos nuevos niños también habían dejado de montar en el carrusel. Ahora eran adultos, estaban ocupados con todo tipo de responsabilidades y a sus hijos no les gustaba montar en carruseles. Al final, no quedó nadie para visitar el carrusel y las figuras del carrusel estaban muy tristes.
—¿Qué hacemos con el carrusel? —preguntaron los adultos—. ¡Simplemente ocupa espacio, ya que los niños no quieren jugar en él!
Así que lo llevaron de la plaza hasta las afueras de la ciudad y construyeron un centro comercial en su lugar. Pronto tampoco lo quisieron en las afueras porque hacía falta el espacio para construir aún más tiendas y entonces lo trasladaron lejos de las murallas del pueblo.
Después de un tiempo, tuvieron que construir una nueva carretera allí y finalmente, el carrusel terminó en un prado junto a un bosque no muy lejos del pueblo, donde poco a poco comenzó a deteriorarse. Las figuras mágicas seguían despertando por las noches, pero ahora sólo hablaban de los "buenos viejos tiempos". De todos modos, ya no había de qué hablar, así que solamente recordaban lo felices que habían sido cuando los niños los querían y venían a jugar todos los días.
Una de esas tardes, cuando las estrellas ya brillaban en lo alto del cielo, un anciano paseaba a su perro cerca del bosque. De repente, el perro percibió un olor y salió corriendo.
El cisne ya estaba nadando en un estanque cercano, el dragón intentaba una vez más escupir fuego, el coche intentaba arreglar una rueda que se le había caído, los ponis bebían agua del estanque y el bebé elefante rociaba agua al tren y al avioncito. Y en medio de todo esto, un perrito salió corriendo y ladrando de entre los árboles. Las figuras rápidamente dejaron de moverse y se convirtieron en madera en el acto. Nadie se movía.
El anciano pronto llegó corriendo también en busca de su perro. —¡Acabarás conmigo, Bingo! —dijo, respirando con dificultad. Fue a sentarse, pero el perro no le dio oportunidad de descansar. Saltó sobre su amo, gimió y lo llevó hacia un lugar en medio del prado.
El anciano miró a su alrededor para ver qué intentaba mostrarle el perro y fue entonces cuando sus ojos se posaron en el carrusel, con todas las figuras a su alrededor.
El coche medio averiado había quedado colgando de la plataforma cuando había intentado tomar la rueda que se alejaba. El bebé elefante estaba allí de pie con su trompa apuntando al cielo. El cisne se balanceaba sobre las suaves olas del lago. El dragón estaba quieto en medio de un claro y los ponis estaban junto al estanque con la cabeza inclinada hacia el agua.
Solamente el tren y el avioncito estaban donde debían estar.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el anciano, con curiosidad—. ¡Oh, todos ustedes se ven muy mal!
Después de todo ese tiempo de abandono, era difícil saber siquiera de qué colores habían sido las figuras.
—Me parece que necesitan que alguien los cuide. Volveré mañana y veré qué puedo hacer. ¡Bingo, vamos, vámonos a casa! —dijo el hombre y caminó de regreso al bosque.
—¿Qué nos va a hacer? ¿Qué quiso decir cuando dijo que cuidará de nosotros? —preguntó el coche mientras intentaba retroceder hasta su lugar en el carrusel.
—No lo sé, creo que nos reparará un poco —dijo el elefante. Sopló toda el agua que tenía en su trompa sobre el dragón.
—¡Eh! ¡Mira lo que haces! —exclamó el dragón, sacudiéndose—. ¿Cuántas veces necesito decirles? ¡Los dragones odian el agua!
—Oh, podría darnos una nueva capa de pintura —susurró el cisne con nostalgia mientras se acercaba a los demás—. ¡Yo podría volver a ser hermoso!
Cualquiera que fuera su plan, el anciano cumplió su palabra. Regresó al prado al día siguiente con sus herramientas y, por supuesto, con Bingo, que corría y ladraba alegremente alrededor de las figuras. Primero, el hombre volvió a colocar la rueda en el cochecito, luego apretó un tornillo aquí y allá y engrasó las piezas de metal oxidadas.
—Se hace tarde, volveré mañana. ¡Ven, Bingo! —El hombre llamó a su perro y los dos se fueron a casa.
Esto se repetía todas las noches. De forma lenta pero segura, entre los dos volvieron a armar el carrusel.
—¡Bingo, tráeme los alicates!
Y Bingo corría hacia la bolsa de herramientas y le traía al hombre sus alicates.
—Bingo, ¿puedes traerme el martillo?
El perro volvía a correr hacia la bolsa y le llevaba a su amo el martillo entre los dientes. Era un perro muy inteligente y cada vez que su amo pedía algo, Bingo salía corriendo, moviendo alegremente la cola y llevaba al hombre todo lo que necesitaba.
—Buen chico —dijo el anciano, acariciando la cabeza de Bingo—. Hemos terminado por hoy. Ven, descansemos un poco. Mañana deberíamos poder terminar aquí.
La noche siguiente, el hombre trajo consigo todo tipo de pinceles y pinturas.
—Entonces, ¿con cuál empezamos? —le preguntó a Bingo.
El perro saltó hacia los ponis y ladró dos veces.
—¡Vamos a trabajar entonces! —dijo el anciano con una sonrisa, y empezó a pintar.
Al final, fue necesaria más de una tarde para pintar todas las figuras. El viejo no podía terminar más de una en un día. Incluso Bingo empezaba a parecer un pintor con su pelaje lleno de manchas de pintura.
El cisne fue el último en recibir una nueva capa de pintura. El anciano lo había dejado para el final y cuando se sentó le sonrió, acariciando la madera.
—Siempre fuiste mi favorito —susurró en voz baja—. Pronto parecerás un verdadero cisne. ¡Como antes! —Sonrió y mojó su pincel en la pintura blanca como la nieve y por un momento le pareció que vio al cisne guiñarle un ojo.
Cuando terminó, retrocedió unos pasos para poder admirar su trabajo. Todas las figuras estaban de nuevo en sus lugares y pintadas con hermosos y brillantes colores. Todo el carrusel brillaba a la luz de la luna.
—Muy bien, intentemos ponerlo en movimiento —le dijo el hombre a Bingo, que ya estaba sentado a su lado con una manivela en la boca. El perro estaba preparado porque era un viejo carrusel que necesitaba un empujón para empezar a moverse.
Pero entonces, de repente, antes de que el hombre pudiera hacer algo, las luces se encendieron y el carrusel empezó a girar solo.
—¡Gracias! —relincharon los ponis.
—¡Muchas gracias! —exclamó el pequeño elefante.
—¡Gracias, mi buen señor! —dijo con su bocina el cochecito.
—Gracias —silbó el tren y el pequeño avión aceleró su motor en agradecimiento.
El cisne y el dragón inclinaron la cabeza en silenciosa gratitud.
—¿Qué magia es esta? —empezó a preguntar el anciano, pero luego se detuvo y se limitó a sonreír. Caminó alrededor del carrusel, admirando las figuras y diciéndoles lo hermosas que eran. Les contó lo mucho que le encantaba montar en el carrusel cuando era niño. El cisne lo miró de cerca y luego lo reconoció como el niño que solía venir a pasear todos los días. De repente los ojos del anciano se iluminaron.
—¡Tengo una idea! Nos vemos mañana, maravillosas figuras. ¡Bingo, ven!
Bingo ladró al carrusel en señal de despedida y corrió tras su amo.
El hombre regresó a la mañana siguiente en su coche. Enganchó el carrusel y regresó con él directamente al pueblo.
—¡Oh, es tan hermoso! —gritaron los niños del pueblo, volviendo la cabeza para mirar mientras el carrusel pasaba por las calles.
—¡Pero si es nuestro viejo carrusel! —dijeron las abuelas a los abuelos, sentados en los bancos.
El anciano detuvo su coche en medio de la plaza, justo en el estacionamiento frente al centro comercial.
—¡Bingo, tráeme la manivela! —gritó cuando desenganchó el carrusel.
Bingo saltó del coche por una ventana con la manivela entre los dientes.
Cuando el carrusel finalmente empezó a girar, todos los niños del pueblo llegaron corriendo.
—Qué hermoso día —dijo el tren, sonriendo, después de que todos los niños se fueron a casa y el pueblo se quedó dormido.
—Ni siquiera puedo recordar tantos niños en un solo lugar —se rio alegremente el bebé elefante.
El coche, el dragón, el avioncito, el cisne y los ponis asintieron felices.
La noche siguiente, el anciano dio a las figuras del carrusel una maravillosa noticia. Había hablado con la gente del pueblo y habían acordado que mantendrían el carrusel en el centro del pueblo para siempre. Las figuras nunca más serían olvidadas ni se sentirían solas y hasta el día de hoy los niños corren felices hacia el carrusel para montarse.
Aunque al dragón le sigue sin gustar el agua y el elefante lo sigue intentando, aunque el cisne sigue siendo hermoso y al avión le encanta volar, todos se preguntan: ¿en cuál te montarías tú?