Érase una vez, una casita al borde de un denso bosque. En la casa vivía una familia muy pobre: el padre leñador, la madre costurera y sus hijos Hansel y Gretel. El padre no paraba mucho por casa porque a menudo tenía que ir al bosque del señor de aquellas tierras a cortar árboles que luego se utilizaban para construir puentes. Y para un puente en condiciones se necesitaban muchos árboles, por tanto, a veces se quedaba semanas trabajando en el bosque. Para ahorrar dinero solía dormir en pleno bosque y, como bien se sabe, para sobrevivir una noche solo en un bosque oscuro, hace falta mucho valor. Quizá del tipo que sólo tienen los leñadores. Tenía que encender un gran fuego cada noche. El resplandor del fuego y el crepitar de la leña ardiendo mantenían lejos a los animales salvajes. Sin embargo, a veces, cuando oía aullar a una manada de lobos hambrientos, no podía pegar ojo. El padre no cobraba por su trabajo, pero los señores le permitían llevarse toda la leña que necesitaba para que su familia no se muriera de frío en invierno y pudieran cocinar algo en el fogón.
La madre era una costurera muy habilidosa y confeccionaba ropa para la gente rica. Desgraciadamente, como no tenía dinero para comprarse una máquina de coser, tenía que coser todo a mano. Tenía las yemas de los dedos llenas de marcas de los pinchazos de la aguja porque muchas veces cosía de noche, junto a una vela, y no veía bien. Con la escasa luz, a la madre a menudo se le escapaba la aguja y se pinchaba los dedos. Durante el día, tenía que ocuparse de los niños y de la casa. Y cuando el padre trabajaba en el bosque cortando leña…