Un ruido muy molesto retumbó por toda la habitación. La alarma del despertador era el recordatorio que anunciaba sin piedad a los niños, envueltos en los edredones calentitos, que era hora de levantarse.
Álex fue el primero en abrir los ojos. Al pie de su cama, el edredón estaba totalmente liso, pues ahí era donde Meg había apoyado la cabeza para dormir. «Seguramente el resto del cuerpo estaba en el suelo», pensó Álex mirando por el dormitorio.
Pero Meg había desaparecido, lo que era un poco extraño, porque no era un conejo ni un loro, ni tampoco un perro o un gato. Meg era una dinosaurio enorme y muy buena, y los seres tan grandes no desaparecían así como así. ¿O sí?
Tina también estaba decepcionada por que Meg hubiera desaparecido, pero cuando los dos hermanos estaban ya vestidos y listos para bajar a desayunar, sintieron una ráfaga de aire caliente y unos diminutos granos de arena que les golpeaban suavemente en los ojos.
¡Ahí estaba Meg! Nadie lo habría dicho nunca, pero el portal entre el mundo de los dinosaurios y el mundo de los humanos estaba justo en el centro del parque infantil.
—Álex, Tina, ¿tenéis algo para la fiebre? —les preguntó Meg.
La miraron de patas a hocico, pero no parecía que estuviera enferma; al contrario, movía la cola alegremente (pero con cuidado de no romper la cama o el armario, otra vez...).
—Bueno, podemos preguntarle a mamá —respondió Álex—. ¿Tienes fiebre?
—Yo no, Dolly —respondió Meg con aire de preocupación—. Está estornudando mucho, tiene el hocico congestionado y la frente muy caliente...
—Álex, Tina, ¿qué hacéis? ¿Por qué hacéis tanto ruido arriba? —les preguntó su madre.
La oyeron subir las escaleras en dirección a su habitación. No sabían qué…