Poco después del almuerzo, cuando el pam, pam, pam de un bastón retumbaba en el suelo de toda la casa, la voz del abuelo se alzó en el aire:
—¿Dónde estás, abuela? ¡Venga, vamos!
El abuelo caminaba por el recibidor de arriba abajo, con su bastón favorito en la mano. Se había acostumbrado a utilizarlo cuando le empezaron a fallar las piernas. Ya no lo necesitaba, pero lo llevaba a todas partes igualmente. Le daba un aire sofisticado, pensaba él.
—¡Solo son las dos y media, abuelo! Tenemos que ir a la hora de la cena. Lo sabes, ¿no? —le regañó la abuela desde el dormitorio.
Antes, cada vez que se reunía toda la familia, ella preparaba un montón de comida, pero ahora sus hijos y nietos lo hacían todo. Aun así, estaba impaciente y ya se estaba arreglando para salir. ¿Qué vestido podía ponerse? ¿Y qué sombrero, qué chaqueta? A finales de octubre, ya hacía bastante frío por la noche o, al menos, así era antes.
—¿Y Orejas? ¿Dónde está? —preguntó el abuelo.
Orejas era un chucho que tenía las orejas muy grandes. No llevaba mucho tiempo con la abuela y el abuelo y a veces se perdía por ahí.
—Está aquí conmigo, no te preocupes. Está deseando ver a los niños —respondió la abuela desde el interior del armario.
Y se agachó para acariciar al perro, que salió corriendo escaleras abajo donde estaba el abuelo.
La tarde se pasó en un suspiro. No se dieron ni cuenta mientras se preparaban para salir a cenar y rememoraban otras cenas pasadas. En un abrir y cerrar de ojos, ¡ya era hora de irse!
Así, salieron de casa de la mano con Orejas a su lado. El sol había comenzado a ponerse y ya estaba oscureciendo,…