Era principios de verano y los niños estaban deseando que llegaran las vacaciones. Antes de que pudieran darse cuenta, el fin de semana había llegado. Álex estaba impaciente, igual que su hermana pequeña, Tina. ¡E incluso sus padres! Tenían planeado un viaje, pero no un viaje cualquiera.
Hacía solo unos días que habían descubierto que, entre otras virtudes, tenían una capacidad extraordinaria, y es que poseían una imaginación tan grande que podían viajar entre mundos.
En nuestro mundo, solo hace falta montar en tren o en avión para desplazarse, pero los medios de transporte normales no llegaban a donde se dirigían Álex y su familia. En ese mundo no había humanos, sino que estaba poblado por dinosaurios.
La última vez que Álex había visto a su amiga, la dinosaurio Meg, había sido hace unos días. Pero, al volver de la tierra de los estegosaurios, Meg había desaparecido. Todas las mañanas, cuando se despertaba, miraba con esperanza a los pies de su cama, deseando ver la enorme cabeza de Meg, pero eso no ocurrió ningún día. Hasta que un sábado...
—¡Meg regresó! —gritó Álex.
La dinosaurio se había chocado contra la mesita de noche y se estaba comiendo las gafas de Álex, pero no le importaba. ¡Había vuelto!
—Es sábado, estáis libres, ¿no? —preguntó Meg.
Ya había aprendido que, durante la semana, los niños iban a la escuela y los adultos iban al trabajo. Álex incluso le había enseñado el calendario donde apuntaban todas las actividades de la familia y Tina se había reído mucho cuando Meg intentó adivinar el día que era.
—¡Ya estamos todos! —dijo su padre.
Al oír el estrépito, los padres habían acudido corriendo al dormitorio de sus hijos con una sonrisa de oreja a oreja. En ese instante, las demás…