En la parte más alejada de un pueblo vivía una familia muy pobre: una madre y su hijo Juan. No tenían granja, solo poseían una vaca. A menudo pasaban hambre y vivían solo de la leche que la mamá ordeñaba cada mañana y vendía en el mercado.
Una mañana la vaca dejó de producir leche y no dio ni una gota más.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a ser de nosotros? —se lamentaba la madre de Juan.
—No te preocupes, mamá. Nos las arreglaremos de alguna manera. Iré a buscar trabajo —la tranquilizaba Juan.
—Lo intentamos tantas veces ya... Es difícil encontrar trabajo hoy en día. No nos queda otra opción que vender la vaca —dijo la madre desesperada.
—Qué le vamos a hacer, iré ahora mismo al mercado a ver si tengo más suerte —dijo Juan. Pulió el cencerro que llevaba la vaca al cuello, le ató una cuerda alrededor de los cuernos y se fue al mercado.
Al poco tiempo de iniciar su marcha se encontraron con un extraño anciano en el camino. Era bajito, desgreñado y estaba canturreando algo.
—Buenos días, muchacho, ¿adónde vas con esa vaca? —se interesó el viejecito.
—Muy buenas, señor. Me dirijo al mercado a venderla —respondió Juan.
—Parece una vaca sana. La compraría, pero ya no tengo dinero. Solo me quedan cinco habichuelas en el bolsillo —dijo el hombre extraño.
—¿Me toma usted por tonto? ¿Quién cambiaría una vaca por unas habichuelas? —rechazó su oferta con firmeza.
—Pero muchacho, estas no son unas habichuelas cualesquiera. Son mágicas y si las plantas por la noche crecerán hasta el mismo cielo —intentaba persuadirle el extraño viejecito.
Al final Juan se dejó convencer y cambió la vaca por las cinco habichuelas que le ofreció el anciano. Al regresar, entró corriendo…