Un día, un cazador alto y fornido caminaba por una densa jungla en busca de alguna presa. Mientras se abría paso a través del frondoso sotobosque cortando las largas enredaderas, ¡se dio de bruces con una enorme serpiente! Y, por si fuera poco, era una serpiente de cascabel.
El cazador se quedó totalmente paralizado por el miedo, porque algunas serpientes son muy peligrosas y pueden atacarte con sus colmillos venenosos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Y las serpientes de cascabel son de las más venenosas que hay!
Sin embargo, enseguida advirtió que la serpiente no podía hacerle daño porque estaba atrapada bajo una roca muy grande. No podía moverse y se retorcía de dolor. Cuando el cazador dio un paso en su dirección, la serpiente siseó:
—Buen hombre, por favor, ssssálvame. Ssssi no me ayudas, moriré sssseguro.
El cazador se quedó quieto, valorando lo que la serpiente había dicho. Al final, negó con la cabeza y dijo:
—No puedo ayudarte. Si te libero, de seguro me clavarás tus colmillos venenosos y seré yo quien muera. Tengo mujer e hijos esperándome en casa y dependen de mí, no hay nadie más. ¡Además, me gusta mi vida!
Pero la serpiente siguió rogándole y suplicándole:
—¡Ssssálvame, buen hombre! Juro que no te morderé.
El cazador, que no era un hombre cruel, finalmente accedió a liberar a la serpiente y empujó la roca hacia un lado.
—Bueno, serpiente, yo me voy ya y espero que me dejes ir y no salgas tras de mí —dijo el cazador nerviosamente con la esperanza de que no lo atacara—, ¿no es así, serpiente?
Pero, al instante, la enorme serpiente se irguió frente a él y levantó la cabeza con la boca abierta y saliva en los colmillos. Estaba lista para atacar.
—Lo ssssiento, ahora…