Érase una vez un ciervo grande y fuerte que vivía en el bosque. Era la criatura más hermosa de la zona y, cuando paseaba por los pastos, el resto de animales se asomaban a admirarlo.
Un día, el ciervo quiso beber del lago cristalino y, por primera vez, vio su reflejo en el agua. Observó sus cuernos, grandes y ramificados, que emergían de su cabeza como una corona de marfil. No podía apartar la mirada de su propia belleza. «¡Este soy yo!», pensó con orgullo.
«Mis cuernos son realmente bonitos», dijo para sus adentros, y movió ligeramente la cabeza mientras se deleitaba. Pero cuando se acercó más a la orilla del lago, también vio sus patas reflejadas en el agua. Se veían débiles, flacas y escuálidas.
No combinaban con el resto de su cuerpo, y mucho menos con esa imponente cornamenta en forma de corona. Enfadado, pateó una piedra para que cayera al agua y así dejar de ver sus feas patas.
—¡Qué lástima que mis patas no sean fuertes y hermosas! Son demasiado delgadas y débiles. ¿Por qué no son como el resto de mi espléndida figura? —se lamentó el ciervo.
Durante largo rato, permaneció en la orilla del lago mirándose y tratando de encontrar un ángulo desde el que sus patas parecieran más fuertes. Estaba tan absorto en sí mismo que no advirtió que un astuto león lo estaba acechando.
Al ver que el ciervo no había notado su presencia, se acercó sigilosamente a él y, cuando se preparaba para el ataque, el ciervo percibió el inminente peligro y huyó rápidamente. Corrió como el viento hacia los inmensos pastizales y, gracias a sus largas y esbeltas patas, pronto logró dejar atrás al león.
Al ver que su vida ya no corría peligro, decidió volver al…