Érase una vez, en un pueblo muy pequeño, dos caminos que se cruzaban. Por aquà pasaban muchos coches todos los dÃas y todas las noches.
Para ayudar a los peatones a cruzar de un lado a otro, habÃa semáforos en el camino. Estaban allà para vigilar a todos y guiarlos de manera segura para cruzar.
Cuando los semáforos se ponÃan en ROJO, todos los coches se detenÃan y las personas que esperaban en la acera podÃan cruzar la calle de forma segura. Una vez que se ponÃan en AMARILLO, los coches se preparaban y cuando se ponÃan en VERDE, avanzaban.
Asà fue dÃa tras dÃa, noche tras noche, hasta que un dÃa, uno de los semáforos se aburrió muchÃsimo. Pero no solamente estaba aburrido. ¡Estaba molesto y se estaba enojando!
Rojo, amarillo, verde...
Rojo, amarillo, verde…
Rojo, amarillo, verde…
—¿Cuánto tiempo se supone que debo repetir esto? Siempre son los mismos colores — murmuró el infeliz semáforo. Miró el mundo a su alrededor y vio que estaba lleno de muchos colores. Al semáforo le encantó cómo se veÃa todo y luego se miró a sà mismo. Era gris y estaba oxidado.
Rojo, amarillo, verde...
Rojo, amarillo, verde…
Rojo, amarillo, verde…
— Es tu trabajo y por eso te pusieron aquà —le dijo el pequeño semáforo para peatones que estaba a un lado y que ayudaba a la gente a cruzar a pie.
—¡Pero me gustan los colores! Me encantan los colores —exclamó el semáforo grande—. ¿Realmente debo seguir cambiando entre tres colores, siempre en el mismo orden, por los siglos de los siglos?
El semáforo se puso a pensar y pensar y de pronto tuvo una idea. —¿Por qué no enciendo mis luces en el orden que yo quiera? —se dijo a sà mismo—. Esto harÃa que este aburrido trabajo…