Soplaba un fuerte viento del norte y la gente, a su paso, cerraba las ventanas y se refugiaba en casa. Soplaba con ímpetu y con un aire gélido. Si quería, podía arrancar los árboles de cuajo o levantar una ventisca que cubriera de nieve toda la campiña ¡en solo unos minutos!
En mar abierto, podía crear olas tan altas que no había barco de pesca que pudiera salir de una pieza frente a ellas. En días así, los pescadores no se arriesgaban a abandonar la costa. Hasta las aves migratorias cambiaban de rumbo porque volar en contra de un viento tan fuerte les cansaba mucho las alas.
Un día, el viento del norte rugía muy alto en el cielo cuando conoció al Sol. El viento comenzó a alardear de su poder sin igual y a burlarse de aquella bola amarilla.
—¡Será mejor que te quites de en medio o soplaré tan fuerte que te arrastraré y no volverás a brillar sobre esta tierra! —silbó el viento.
Pero eso al Sol no le impresionó. No iba a permitir que el viento lo menospreciara, puesto que él también era muy poderoso. Entonces, ambos se enzarzaron en una discusión para ver quién ostentaba mayor fortaleza. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, pero, de repente, allá a lo lejos, en la Tierra, vieron a un peregrino andando por un camino. Parecía igual de pequeño que una hormiga de lo alto que estaban.
El viento quería provocar una tormenta de arena para demostrar su poder, pero el Sol lo detuvo. Era mejor hacer una apuesta. El primero que consiguiera quitarle el abrigo al peregrino sería el más fuerte y, por consiguiente, el ganador.
El viento comenzó a soplar por el interior del abrigo del peregrino.…