Érase una vez en un país lejano en el que no había colinas. Solo había campos bajos y planos, hermosos bosques floridos y pequeños lagos de un azul cristalino. Junto a uno de estos pequeños lagos había un roble grande y majestuoso.
Había crecido allí durante mucho tiempo, pues tenía un tronco fuerte y firme y su copa era densa y estaba llena de ramas. Era el árbol más alto de aquella región. El roble tenía mucho orgullo de su fuerza y de su belleza.
—Nadie puede vencerme y nadie se atrevería a intentarlo —decía a menudo, tratando de impresionar a todos los que le rodeaban y de recordarles lo fuerte y hermoso que era. —Soy muy impresionante, ¿verdad? —preguntaba sin esperar respuesta. Era un árbol muy arrogante, sin duda.
Cerca, en la orilla lodosa del lago, crecía un helecho verde esmeralda. El roble nunca le prestó mucha atención porque el helecho era esbelto, tranquilo y silencioso. Nunca pedía atención, solo movía suavemente sus hojas al viento.
—Frish, frash, fristle —susurraba. Pequeños insectos, como mariquitas rojas y libélulas púrpuras, dormían la siesta bajo el helecho, calmados por su suave murmullo.
Un día, un fuerte viento azotó la tierra. Pero no era un viento fuerte cualquiera. Aullaba amenazadoramente, destruyendo todo a su paso. Las ramas de los árboles más pequeños se partían por la mitad como pequeñas cerillas.
El viento sopló con fuerza sobre las casas y los graneros de los granjeros de los campos planos. Incluso los tejados de las casas fueron arrancados, teja a teja, y empezaron a volar en círculos. Los marcos de las ventanas se azotaban y los cristales se hicieron pedazos. Todos se escondieron en sus refugios para tormentas o donde pudieron encontrar cobijo.
Cuando la furiosa tormenta llegó al lago, el…