Érase una vez un alfarero. Todas las semanas iba al mercado de la aldea a vender sus delicados cántaros de barro. Le llevaba mucho tiempo llegar hasta allí, pues los caminos eran sinuosos y estaban llenos de baches y los cántaros eran muy frágiles y se podían romper con facilidad.
Siempre avanzaba despacio y con cuidado, pero de todas formas los cántaros se sacudían en la carreta y traqueteaban y su tintineo resonaba en las colinas.
Un día, llegaron fuertes lluvias y no dejaron de caer durante casi una semana. No paraba de llover. Los arroyos se llenaron de agua torrencial que se desbordó en los campos e inundó los caminos, obligando al alfarero a quedarse en casa y esperar a que cesara la lluvia.
Cuando por fin salió el sol, el alfarero saltó de alegría y cargó la carreta con sus mejores y más hermosos cántaros. Salió temprano por la mañana, pero después de una hora de camino, sus ruedas comenzaron a hundirse en el suelo lodoso. Su caballo moteado que tiraba de la pesada carreta empezó a cansarse mucho.
Pronto el camino estaba tan enlodado que las ruedas de madera quedaron atrapadas por completo y el caballo no pudo tirar de la carreta ni un centímetro más. El alfarero le dio unos golpecitos e intentó hacerlo avanzar. Pero el caballo estaba agotado y solo relinchaba y jadeaba. Después de un largo rato, el alfarero comenzó a gritar desesperadamente.
—¿Por qué me tiene que caer toda la mala suerte del mundo a mí? Nadie quiere ayudarme. ¡Siempre tengo que hacer todo solo! ¿Dónde está Hércules cuando se le necesita? ¿Para qué le dieron los dioses toda esa fuerza si ni siquiera se molesta en venir a ayudar a un pobre alfarero como yo?
Hércules inmediatamente…