Un buen dÃa, la corte real anunció que la princesa buscaba un novio con quien casarse. Se casarÃa con el pretendiente que más la hiciera reÃr. El rumor se extendió rápidamente por todo el reino y llegó hasta una pequeña y recóndita aldea en la que vivÃan dos hermanos.
Ambos decidieron de inmediato que se aventurarÃan para conquistar el corazón de la princesa. Ambos eran muy listos y cultos. Se consideraban muy educados y afables. Uno de los hermanos hablaba latÃn como si fuera su propio idioma. QuerÃa ejercer la medicina y sabÃa tallar la madera como ningún otro; con la madera de los cipreses podÃa crear figuras que parecÃan tener vida.
El otro hermano también dominaba el latÃn y el holandés. Le interesaba ser abogado y estudiaba filosofÃa con pasión. Fácilmente podÃa citar a las mentes más brillantes y siempre tenÃa una frase para cada ocasión.
Los hermanos discutieron acaloradamente frente a su padre sobre cuál de los dos conquistarÃa el corazón de la princesa. El anciano se cansó de escucharlos discutir, ensilló dos caballos y los envió a probar suerte. Cuando ya estaban montados en sus caballos, amarrando las últimas bolsas, de pronto apareció su olvidado tercer hermano.
Nadie habÃa pensado en prestarle atención, dado que no era tan listo como sus dos hermanos. De hecho, todos lo llamaban Juan el Simple. Esto a él no le importaba mucho, pues disfrutaba de la vida.
—¿A dónde van vestidos asÃ? —preguntó Juan, mirando de un hermano al otro. Llevaban puestos sus mejores atuendos de domingo, con plumas y todo.
—¿No has escuchado el aviso real? Todo el reino habla de ello. Vamos a alegrar a la princesa con nuestro ingenio e inteligencia y luego se casará con uno de nosotros —respondió su hermano mayor.
—¡Entonces…