Había una vez un gran lago donde durante muchos años había vivido una vieja garza azul. El lago estaba lleno de muchos peces y otros animales y siempre había comida para la garza, por lo que nunca tuvo que preocuparse por pasar hambre, ni siquiera un solo día.
Si quería un bocado rápido, simplemente tenía que lanzarse al agua y pescar un pececito, una rana o un molusco. Vivió feliz durante mucho tiempo, pero poco a poco empezó a envejecer y pronto descubrió que era demasiado vieja para sumergirse en el lago para buscar un bocado.
Ahora siempre tenía mucha hambre y ya que no comía lo suficiente, empezó a adelgazar y a debilitarse. ¡Apenas podía recordar la última vez que había comido un pececito! Y así, un día decidió que debía idear un plan para conseguir comida sin tener que pescarla ella misma.
Estaba hambrienta, así que pensó mucho y se le ocurrió un gran plan.
Primero, encontró un lugar perfecto en la orilla del lago donde sería visible desde todos los lados. Luego se sentó y comenzó a gemir tan fuerte y desconsoladamente como pudo. Lloró y se lamentó con todas sus fuerzas hasta que la escucharon todos los animales que vivían en el lago. Quería que la vieran muy afligida.
Muy pronto, un pequeño cangrejo vino a ver a qué se debía todo ese ruido. Cuando sacó la cabeza del agua, vio a la garza sentada allí, triste y gimiendo y sintió mucha lástima por ella. Se acercó y le preguntó:
—Disculpa. ¿Qué pasó? ¿Por qué lloras tanto?
La garza estaba preparada para esta pregunta. Resolló y moqueó tan convincentemente como pudo. Incluso dejó caer una lágrima y respondió tal como lo había ensayado mentalmente.
—¡Oh, amigo mío! —se lamentó—. ¡Ya no puedo pescar!…