Érase una vez cuatro bromistas que vivían en una pequeña aldea. Nada les gustaba más que sentarse en una taberna e inventar historias fantásticas. Un día, un viajero entró en la taberna y los cuatro bromistas pensaron que era rico al ver sus caros ropajes. Rápidamente, tramaron un plan para robarle la ropa. Se sentaron con él y uno de ellos propuso jugar a un juego: todos los de la mesa tenían que contar la historia más increíble que pudieran y los demás tenían que creérsela o, de lo contrario, perderían la ropa.
El viajero asintió sin dudar y los cuatro bromistas se rieron triunfantes, puesto que solo un ignorante accedería a tal proposición. Claramente, él no era de esos que contaban buenas historias y, aunque lo fuera, ellos jamás perderían, ya que afirmarían creerse totalmente su historia. Le pidieron al tabernero que hiciera de jurado y, cuando todo estuvo listo, el primer bromista comenzó a hablar.
—Hace un par de noches, cuando volvía a casa de un baile, lancé mi sombrero al aire tan alto que se quedó colgando de la luna creciente. Estuve un tiempo pensando cómo recuperarlo hasta que por fin tuve una idea. Agarré una cuerda muy larga, le hice un nudo en un extremo formando un círculo y la lancé hacia arriba. Cuando el lazo alcanzó la luna, tiré y tiré hasta que empezó a balancearse y el sombrero cayó al fin.
Cuando terminó, el bromista miró al viajero, que asintió con la cabeza y aseguró que se lo creía todo. Los demás también asintieron sin cuestionar ni una sola palabra, así que sirvieron más vino y el segundo bromista comenzó su historia.
—Una vez, me perdí en el bosque y no podía encontrar el camino de vuelta a…