Fuera hace frÃo y mucho viento. Qué agradable tener un edredón de plumas blandito y esponjoso con el que abrigarse. Estoy a punto de cerrar los ojos. No se oye ni un ruido en todo el pueblo, pero la chimenea me hará compañÃa. Me encanta escuchar el crepitar del fuego. Las llamas bailan alegremente en el hogar y, de vez en cuando, uno de los troncos cruje, como una miniexplosión.
Cada noche, la cabaña de madera se lamenta suavemente; los años la hacen suspirar. Puede oÃrse la carcoma royendo las vigas del techo, y el continuo rumor de la madera despierta al gato de su duermevela, que se estira y salta del alféizar de la ventana donde estaba durmiendo. Al aterrizar en el suelo, la madera cruje y corre hacia la chimenea para calentarse. Se hace un ovillo sobre la alfombra, cierra los ojos y ronronea, contento.
Encima de la chimenea, cuelgan varios manojos de hierbas que emiten algún ligero crujido por el ambiente caldeado. Las recolectamos en familia hace unos dÃas: hay melisa, salvia y menta. Ahora ya están secas. Mañana iremos a por más y, luego, prepararemos un té aromático. También podemos añadirle la miel de granja que nos dio la abuela, que vive en la casa de al lado. ¡Qué rico!
Se oyen unos golpeteos que provienen de su cobertizo, justo al lado de nuestra cabaña. Es la abuela, que por las tardes acostumbra a tejer alfombras con el telar. ¡Y menudo telar tiene! Es un artilugio de madera muy grande que ocupa casi toda la habitación. Los hilos que están enhebrados en la máquina me recuerdan a telarañas. La abuela mueve rÃtmicamente la barra arriba y abajo y, cada vez que sube, golpea la estructura vertical del…