Érase una vez un ratón. En realidad, eran dos ratones. No es que no haya más ratones en el mundo, pero los demás no se mencionan en esta historia.
Uno de esos dos ratones vivía en el campo desde que era muy pequeño, diríamos que era un ratón de campo. Todo el día rastrillaba la tierra y corría por los estrechos surcos que poco a poco iba haciendo en el enorme campo de trigo. Sus patitas eran muy rápidas, de modo que podía recorrer el campo entero casi en un tris tras y se sabía de memoria todos los rincones.
Este ratón de campo tenía un primo que vivía en una ciudad cercana. Un día decidió invitarlo al campo para que pudieran charlar y recorrer juntos los caminos del campo. El primo de la ciudad, por supuesto, aceptó la invitación, hizo las maletas y se fue a visitar a su primo del campo.
El ratón de campo quería mucho a su primo de la ciudad, así que le preparó una bienvenida de lo más cariñosa. Le había preparado diferentes variedades de raíces, judías y pan seco. Era lo mejor que podía ofrecerle. Había de todo, el primo de la ciudad podía llenarse la barriga hasta hartarse.
Pronto los ratones se pudieron saludar cordialmente en la humilde madriguera del ratón de campo. Gritaban de alegría el uno por encima del otro, pues hacía mucho tiempo que no se veían.
—Por favor, come primero y luego deberías descansar, el viaje fue largo, querido primo —dijo el ratón de campo y llevó a su primo a la mesa donde ya estaba puesta la comida que había preparado tan meticulosamente.
Pero el ratón de ciudad empezó a criticar esa comida tan sencilla y campestre. A—h, primo mío, perdóname, pero realmente no entiendo…