Era un hermoso dÃa de verano, asà que Agatha y Margarita fueron al lago con su madre.
Nada más tender la manta, las niñas se quitaron los zapatos y corrieron hacia el agua. La hierba les hacÃa cosquillas en los pies descalzos y las gemelas se reÃan alegremente.
—Qué cosquillas más agradables —dijo sonriendo Margarita.
Agatha se arrodilló y acarició la hierba con la mano: —Y qué bien huele, mmm. —Luego se levantó, agarró a su hermanita de la mano y juntas corrieron hacia el lago.
—Uy, como quema la avena —dijo Margarita mientras daba saltitos con los pies descalzos por la arena junto al agua.
—No es la avena, es la arena —se rio su mamá, que ya caminaba tras las gemelas.
—¿Y por qué desprende tanto calor? —preguntó Agatha, echando la arena de una palma a otra.
—Pues porque el sol la calienta.
—¡Sol! ¡Hola, solecito! —Margarita extendió su bracito hacia el cielo y saludó al sol con la mano.
Agatha fue la primera en atreverse y metió los dedos de los pies en el agua. —¡Uy, qué frÃa!
—¡Yo también quiero! —gritó su hermanita y también metió un pie en el agua. —Está fresquita, me gusta —Margarita asintió con la cabeza y toda contenta se sentó en el agua sin pensárselo mucho.
De repente, algo verde saltó del lago y se acomodó en una piedra que sobresalÃa de la superficie del agua justo delante de las hermanas.
—¡Mira, un marciano! —Margarita señaló con el dedo al extraño animalito.
—No es un marciano, es una ranita —se rio su mamá.
—¿Nanita? ¿Y de quién? Nuestra nana no tiene los ojos tan grandes y tampoco es de color verde —decÃa Agatha toda incrédula pensando en su abuelita, a la que las niñas cariñosamente llamaban…