Hace mucho tiempo, en épocas más duras, los campesinos tenían que trabajar mucho en los campos para cultivar centeno, trigo o cebada. Después de la cosecha, molían los cereales en el molino de agua hasta obtener una harina muy fina con la que hacían pan fresco y, en ocasiones especiales, bizcochos.
Un día, un fornido campesino estaba sembrando centeno cuando sopló un fuerte viento y se llevó por los aires todas las semillas. El campesino persiguió al viento lo más rápido que pudo y le gritó con el puño en alto, pero no fue capaz de atraparlo. El viento era mucho más veloz que él y desapareció con los granos en un instante.
Volvió a casa de mal humor, alicaído y preocupado. ¿Ahora qué iba a hacer? Si no sembraba, no tendría cosecha. Y sin una buena y abundante cosecha, el molino no produciría harina. Y sin harina, ¡ya no podría hacer bizcochos! Casi se puso a llorar de pensarlo.
Estaba muy triste, sentado a la mesa con las palmas de las manos contra la frente, cuando su esposa le dijo:
—Mete algunas provisiones en tu morral y ve a buscar al viento. Ve a pedirle que te devuelva el centeno.
Él la miro y vio que tenía razón.
El campesino no perdió el tiempo. Agarró su bolsa y caminó por las abruptas colinas, valles y hondonadas en busca del viento. Al fin lo encontró danzando en el prado de un bosque. Estaba bailando una especie de tango con los tulipanes que acababan de florecer.
Cuando vio a una persona en la distancia, se acercó al fornido campesino y le preguntó:
—¿Le puedo ayudar en algo, caballero?
El campesino le contó la desgracia al viento:
—Usted —le dijo cortésmente con el sombrero en una mano— se llevó…