Un cuervo negro estaba posado sobre un árbol sin hojas. Hacía mucho frío y todo estaba cubierto de escarcha. El cuervo saltaba impaciente de una pata a la otra. Era el tercer día de espera y todavía no sucedía nada. Debería haber empezado hacía mucho tiempo.
No había nadie en las calles. El cuervo ansiaba escuchar las risas y el alboroto de los niños animando la ciudad. Aburrido, observaba cómo el viento arremolinaba las hojas caídas en la acera.
Fue entonces cuando el primer copo de nieve cayó sobre su pico. «¿Quizás está sucediendo ahora?» —pensó. Otro copo cayó en la rama junto al cuervo. Y luego otro. El cuervo dio saltitos de alegría.
—¡Debo apurarme! ¡No puedo llegar ni un minuto tarde! —dijo, saltando emocionado.
¡Finalmente llegó el momento! Voló planeando con gracia hasta un arbusto cercano y rebuscó allí frenéticamente durante unos minutos mientras un suave manto de nieve empezaba a cubrir el suelo.
Cuando el cuervo finalmente se alzó volando de nuevo hacia el cielo, llevaba entre sus garras un viejo y maltratado sombrero de copa. Lo llevó hasta las afueras de la ciudad, al campo. Mientras tanto, había nevado mucho; la nieve lo cubría todo y ni siquiera se podían ver las propias huellas.
El cuervo luchaba por mantener el rumbo. Finalmente, vio la silueta de una figura regordeta a lo lejos. Parecía que estaba hecha de… ¿tres bolas? Sus brazos retorcidos apuntaban rígidos hacia los lados.
El cuervo se acercó al suelo volando lentamente, dirigiéndose hacia la figura blanca allí abajo. Al aterrizar arrojó el contenido del sombrero de copa en el suelo nevado y se puso a trabajar. Comenzó desde abajo.
El cuervo formó una hilera de botones con siete pequeños trozos de carbón. Con los otros cinco trozos,…