Érase una vez un árbol de Navidad muy joven en un mercado navideño. Estaba deseando que alguien lo comprara y se lo llevara a casa para decorar su salón.
—Seré lo más bonito que haya en toda la casa —se decÃa, con arrogancia.
Y, asÃ, abrÃa todas sus ramas, repletas de agujas de un verde oscuro, y presumÃa delante de los demás árboles del mercado. Los miraba y se reÃa de ellos, porque ¡Ã©l era el más bonito! Tanto que pronto llamó la atención de un cliente, que se lo llevó a casa.
—¡Niños, ya tenemos árbol de Navidad! —exclamó el padre apenas puso un pie en el recibidor.
—¡Bieeeen! —gritaron los niños muy contentos—. ¡Vamos a decorarlo!
En poco tiempo, el árbol brillaba con unos colores preciosos.
—¡Qué brillante estoy! —se asombró.
Miraba con admiración sus propias ramas decoradas y presumÃa aún más que antes. No podÃa dejar de mirarse; se deslumbraba a sà mismo incluso de noche, cuando todo el mundo dormÃa.
—¡Soy una belleza! ¡No hay ningún árbol que pueda igualarse a mÃ! ¡Soy lo más bello de toda la habitación! —dijo mirando a su alrededor con el ceño fruncido—. Es una lástima que esas mugrientas y sucias cortinas obstruyan la vista desde la calle. Y ese viejo sofá también está ocupando espacio. Y mira qué televisión, ¡está toda arañada! —dijo el árbol, asqueado.
—¡Deja de quejarte por todo, árbol! —le reprochó la alfombra, que también estaba cubierta de manchas debido a Chispa, el perro de la familia.
—¡Tú cállate, felpudo inmundo! —le espetó el árbol.
—¿No sabes que no debes juzgar a los demás por las apariencias? —le preguntó el sofá, dolido, con un hilo de voz.
—El aspecto que tengáis es problema vuestro. Yo soy joven y verde, soy una preciosidad. ¡Miradme!…