Érase una vez un lago grande y claro. Desde lejos, parecía un enorme espejo que reflejaba todo a su alrededor: las nubes como algodón en el cielo azul, las montañas a lo lejos y los verdes bosques circundantes. Y allí, en la superficie del lago, se posaban hermosos y majestuosos cisnes.
No había criaturas más elegantes y gráciles en ningún lugar. Pasaban todo el día en el agua, nadando de un lado a otro. Sus densas plumas blancas nunca se mojaban y los protegían del frío. Les encantaba remar por el lago sin ninguna preocupación.
Cerca del lago había álamos altos y grises donde anidaban cuervos negros. Buscaban comida a la orilla del lago y sus graznidos se podían escuchar por todas partes.
Sin embargo, uno de los cuervos no venía al lago sólo para comer. También le gustaba observar a los cisnes. Admiraba su gracia y belleza, la delicadeza con la que nadaban y la tranquilidad con la que comían. Observaba y observaba, hasta que un día decidió que quería convertirse en uno de ellos.
Aunque llevaba una vida placentera junto a los otros cuervos en un nido sólido y seco hecho con ramitas, no le gustaba su aspecto. Pensaba que únicamente estaría satisfecho con su aspecto si podía comenzar a vivir como los cisnes.
Con esa idea, dejó su acogedor nido en el álamo y empezó a hacer lo mismo que hacían los cisnes. Se introducía en el agua helada y trataba de aprender a nadar como lo hacían los cisnes.
Intentaba erguirse de la misma manera que lo hacían ellos, para parecer un cisne desde lejos. Intentaba estirar su cuello corto y rechoncho en forma de elegante “ese”.
Todos los días frotaba sus plumas negras como la medianoche sobre los guijarros de la orilla…