Cuento armenio
El rey y el tejedor
La experiencia es a veces más valiosa que lo que dicen los libros. Un tejedor muy pobre demuestra ser más inteligente que los eruditos de la corte real, a quienes se les paga por sus servicios.
En una tierra muy, muy lejana, en lo más recóndito del mundo, vivían dos hermanos. El mayor era tan rico que no podía ni calcular toda su riqueza, mientras que el más pequeño vivía en la más completa miseria.
El mayor, a pesar de su gran fortuna, siempre ansiaba más. Era tan tacaño que nunca compartía nada con nadie, dijeran lo que dijesen. El hermano pequeño, en cambio, debía rascar del fondo de los barriles para encontrar algo de comida, pero no se lo pensaba dos veces si alguien le pedía ayuda.
Un día, el hermano pequeño no tuvo más remedio que acudir a su hermano mayor en busca de algo que llevarse a la boca. No había comido nada en varios días y las tripas le rugían como truenos.
Llamó a su puerta, pero nadie contestó. Llamó otra vez. Nada. Llamó entonces en la ventana, y aun así nadie le abrió.
Un hueso roído salió disparado por la ventana y el hermano, tacaño como era, gritó:
—¡Ahí tienes, toma ese hueso! Por mí, como si se lo vendes al mismísimo diablo, ¡pero no vuelvas a molestarme!
El hermano pequeño agarró el hueso del suelo y le dio las gracias amablemente.
Suspiró y se adentró en un frondoso bosque. Su única esperanza era encontrar a un demonio que quisiera comprarle el hueso. Mientras caminaba cautelosamente por un estrecho sendero en mitad del bosque, se encontró cara a cara con un granujilla que le bloqueaba el paso. Tenía las orejas picudas, una barba gris que le llegaba al suelo y unos ojos saltones que asomaban por debajo de un sombrero terminado en punta. No hacía más que golpear el suelo con su bastón.
—¿A dónde te diriges, viajero? —preguntó el granujilla.
—Ni yo mismo lo sé. Mi hermano…