Érase una vez un reino gobernado por un rey muy viejo. Tenía dos hijos, Iván y Víctor, pero aún no sabía a quién le legaría el trono tras su muerte.
Un día, mandó llamar a ambos y les dijo:
—Hijos míos, mi vida está llegando a su fin. Os encomendaré tres tareas y, aquel que las desempeñe con mayor destreza, se convertirá en el nuevo rey. Esta es vuestra primera prueba: reuníos con vuestras prometidas y traedme el pañuelo más bello que tengan.
A Víctor la tarea le parecía facilísima y estaba deseando llevar el pañuelo ante su padre. La chica de gran belleza con la que iba a desposarse tenía un armario lleno de las mejores ropas, por lo que se dirigió a su casa lo más rápido que pudo. Sin embargo, Iván se puso muy, muy triste. No sabía de dónde podía sacar el pañuelo, pues él aún no había encontrado al amor de su vida. Decidió pasear por los jardines para pensar qué hacer, pero no se le ocurrió nada. Se había sentado bajo un árbol sumido en sus pensamientos cuando escuchó croar una rana. Estaba justo en una roca a su lado.
—¿Por qué estás tan triste? —le preguntó la rana.
—Mi padre es el rey del reino y le dejará el trono a aquel de los dos hermanos que cumpla mejor con las tres tareas que nos impuso —explicó Iván—. Mi hermano puede realizar la primera tarea, pero yo no. Tengo que pedirle prestado a mi novia el pañuelo más bonito que tenga y llevarlo ante mi padre… Pero yo todavía no encontré a la persona amada —suspiró el príncipe.
—¡No te preocupes, príncipe! Yo puedo ayudarte, ven conmigo —dijo la rana. Y saltó de la roca.
Iván…