La familia Tejetelas, que era una familia de arañas, acababa de regresar de sus vacaciones. El señor Tejetelas se limpió el sudor de la frente con una de sus patas mientras llevaba a sus hijos en brazos con otras dos patas más y arrastraba el equipaje con una cuarta pata. Se estaban bajando uno a uno de una hoja de bandana, una planta con una hoja casi tan grande como el tronco de una persona que la familia Tejetelas había utilizado como barco.
—Estoy deseando dormir en mi cama —dijo la señora Tejetelas mientras saltaba a tierra con gracia desde la hoja, que estaba posada en el agua.
La familia al completo se dirigió al interior de un túnel, donde habían estado viviendo los últimos meses. Era un pasadizo subterráneo que los humanos habían construido hacía poco y había sido toda una suerte para muchas arañas del barrio. Las más listas incluso se habían dedicado a observar las obras para elegir de antemano el mejor sitio. A fin de cuentas, ¿quién querría vivir entre arbustos cuando podían tener un techo donde cobijarse y todo el espacio del mundo para levantar un gigantesco palacio arácnido?
Cuando llegaron al lugar donde se encontraba su hogar, en una lámpara de techo, se encontraron con sus vecinos alborotados, que los recibían con lágrimas en los ojos.
—¿Qué pasó? ¿Un incendio? —preguntó el señor Tejetelas a la muchedumbre.
—¡Peor! Quitaron todas las telarañas —respondió desconsoladamente el señor Tejehilo, que era quien lideraba a la multitud—. Traían escobas y aspiradores. ¡Aspiradores! Salimos vivos por poco. Trabajamos día y noche para atrapar a las moscas y mosquitos y ¿así es cómo nos lo pagan?
La muchedumbre comenzó a gemir y gimotear. La familia Tejetelas no podía creerlo. Su querida telaraña de tres pisos con balcón…