Hace mucho tiempo, en lo más alto de la neblinosa cordillera de los Andes, se extendÃa un imperio fundado por los incas. Sus viviendas eran tan sólidas que aún perduran hoy en dÃa. Los incas eran conocidos por construir sus casas con sumo cuidado, por lo que es lógico que aún se mantengan en pie después de muchas guerras y desastres naturales.
Los incas eran un pueblo muy culto, famoso por su arte, sus tallas de piedra y sus juegos un tanto peculiares. VivÃan en las montañas para que otros pueblos no dieran con ellos. Su sociedad se extendÃa por un área muy extensa y, en esa época, no existÃa el correo, por lo que eran los mensajeros los que mantenÃan la comunicación entre los asentamientos y llevaban los mensajes a pie de una población a otra. Los mensajeros eran muy respetados porque eran muy rápidos y siempre se podÃa confiar en ellos. Cuando recibÃan un mensaje, corrÃan para pasarle el pergamino al siguiente mensajero, intercambiaban estos pergaminos en lugares que habÃan acordado y los entregaban con una rapidez increÃble, aunque tuvieran que recorrer largas distancias.
Uno de los mensajeros se llamaba Hualachi. Todo el mundo sabÃa que era muy valiente, sabio y leal a su señor, pero además Hualachi no soportaba ver a alguien sufrir. Si al entregar un mensaje veÃa a alguien que necesitaba ayuda, siempre se detenÃa para ver qué podÃa hacer y los otros mensajeros se quedaban esperándolo. Esa era su debilidad, pero, aun asÃ, tenÃa el favor del rey porque una vez también lo habÃa ayudado a él.
Un dÃa, el rey lo mandó llamar. QuerÃa confiarle un mensaje muy importante para uno de sus generales, que estaba en el frente de guerra contra sus enemigos. El mensaje contenÃa nuevas órdenes…