Érase una vez una niña llamada María. Vivía en una casa en el bosque con su madrastra y su hermanastra. Aunque su madrastra le permitía vivir en la casa y le daba comida y ropa, no le daba amor. Sin embargo, su madrastra, quería mucho a Elena, su propia hija, y la cuidaba como si fuera una muñeca de porcelana. Todas las tareas domésticas quedaban siempre a cargo de María. Tenía que lavar, coser, cocinar, ordenar la casa y cuidar el jardín. Pero su madrastra nunca estaba satisfecha. María era mucho más guapa que su hermanastra, así que su madrastra tenía miedo del día en que aparecieran pretendientes. Temía que quisieran a María en lugar de su querida hija, ¡y no podía permitirlo! Pensó hasta altas horas de la noche, día tras día, hasta que un día tuvo un plan. Una noche, en medio del frío invierno, envió a María a recoger violetas.
— Pero mamá, ¡hace demasiado frío! ¿Dónde voy a encontrar violetas ahora?— María no podía ocultar su sorpresa. Normalmente, habría salido a recoger cualquier cosa del mundo para su madrastra, pero esta vez sabía que era imposible.
— ¡Cómo te atreves a contestar, inútil! ¡Vete, no quiero volver a ver tu cara por aquí! Y no se te ocurra volver sin esas flores —le gritó su madrastra a María. Le lanzó un abrigo de invierno y cerró la puerta tras de sí.
— Dios mío, ¿qué voy a hacer ahora? —suspiró María. La nieve le llegaba casi a las rodillas y temblaba bajo el viento cortante. Mientras caminaba por el frío bosque, pensó que ahí encontraría su final. De repente, a lo lejos vio una luz parpadeante. Era muy tenue, pero se dirigió hacia ella.
Al acercarse, vio que había una hoguera…