Era un hermoso día de primavera, el sol finalmente se asomaba detrás de las nubes después de un largo invierno. Los padres de Charlotte le habían prometido que, una vez que hubiera mejor clima, saldrían de excursión
Charlotte estaba emocionada por eso. Le encantaba estar al aire libre. Si era posible, se quedaba jugando afuera desde la mañana hasta la noche. Pero durante las semanas anteriores, el sol permanecía oculto por las nubes, además de que todos los juegos le entumecían las manos por lo helados que estaban. Pero hoy todo era diferente: el cielo era azul y el aire era cálido.
Charlotte y sus papas se subieron a un tren azul que los llevaría a un pequeño pueblo. Salieron de la estación a pie, pasaron por un recinto de ovejas y vieron que los narcisos ya tenían flores. Charlotte emocionada, corría contenta mientras admiraba las maravillas que la naturaleza entregaba.
La niña rebosaba de energía. Saltaba y corría por todos lados, hasta que finalmente su madre le dijo: —Te vas a acalorar, Charlotte. Será mejor que te quites la sudadera, con la playera será suficiente, hace mucho calor.
Pronto llegaron a un frondoso bosque, deteniéndose junto a un pequeño arroyo. Charlotte se quitó los zapatos y los calcetines y se metió al agua fría, hasta que le cubrió las rodillas. Chapoteó un rato y luego lanzó algunas hojas y trozos de corteza de árbol, que se fueron flotando río abajo, como si fuera unos pequeños botes. Después de eso, construyó una pequeña presa. Pasaron unos minutos y no podía parar de temblar.
—Tus labios están completamente azules, hija, y mira, la piel se te puso como de gallina —dijo su padre.
Charlotte miró sus piernas y vio que estaban cubiertas de pequeños bultos.…