Érase una vez una mujer con un excelente sentido común. Su nombre era Grannonia. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de su hijo Vardiello. Él era un poco burro, pero a ella no le importaba. Lo adoraba como si fuera el mejor hijo del mundo.
Grannonia tenÃa una gallina y la gallina tenÃa un nido lleno de huevos. Ella tenÃa grandes esperanzas puestas en esos huevos: se imaginaba que todos eclosionarÃan, crecerÃan y crearÃan una buena bandada de gallinas que podrÃa vender para obtener un gran beneficio. Ese era su sueño.
Un dÃa, Grannonia llamó a Vardiello:
—Hijo hermoso de tu madre, escúchame con atención. Tengo que salir, asà que quiero que vigiles a mi gallina. Si se levanta del nido, hazla volver. No podemos dejar que los huevos se enfrÃen, ¿verdad? Al fin y al cabo, ¡sin huevos no hay gallinas!
—Déjamelo a mà —dijo, creyéndose importante—. ¡Lo que dices no cae en oÃdos sordos! Te entiendo.
—Ah, y una cosa más hijo mÃo —le dijo mientras se ataba un pañuelo de colores alrededor de la cabeza—. En ese armario —señaló—, ¡hay un frasco lleno de cosas envenenadas! No se te ocurra tocarlo y mucho menos comértelo. Te mandarÃa directo… —dijo mientras daba un manotazo en la mesa— al otro barrio.
—¡Dios no lo quiera, madre! —exclamó—. Por supuesto que no caeré en la tentación. Me alegro de que me lo hayas dicho, ¡porque a lo mejor me lo hubiera comido!
Dicho esto, Grannonia salió. Vardiello se aburrÃa, asà que decidió ir al jardÃn de atrás y cavar unos agujeros en la tierra. Cavó uno, colocó algunas ramas y luego puso tierra para ocultar el agujero.
«¡Eso deberÃa atrapar a todos esos ladronzuelos que roban fruta de nuestros árboles!» pensó con satisfacción.…