Lejos, muy lejos, en una tierra de cálidos rayos de sol, vivía una vez un niño llamado Aladdín. Provenía de una familia pobre, y pasaba la mayor parte de su tiempo libre vagando por el mercado, mirando todas las hermosas mercancías y disfrutando del ajetreo y el alboroto de la vida en la antigua ciudad.
Un día, durante sus caminatas por el mercado, se topó con un hombre fascinante, que parecía una persona simpática y amable (al principio). Mientras paseaban juntos por la ciudad, el hombre le contó a Aladdín muchas historias emocionantes de aventuras que había vivido. El niño se aferraba a cada una de sus palabras y no tenía ni idea de que aquel hombre era un mago malvado que intentaba ganarse su favor. Vio en él a un amigo, o tal vez, incluso al padre que nunca había conocido. Aladdín vivía solo con su madre en una choza.
Cuando Aladdín volvió a casa esa noche, le contó a su madre de inmediato sobre su nuevo amigo. Su madre no estaba muy contenta con su nueva amistad y le advirtió que tuviera cuidado. No todas las personas son honestas y bondadosas.
Aladdín, por supuesto, no escuchó a su madre, y al día siguiente fue a reunirse de nuevo con el hombre, ansioso por oír más historias de misterio, batallas y gloria. Esta vez, mientras el sol se ponía, el mago llevó al niño a pasear un poco más lejos del centro de la ciudad. Cuando pasaron junto a las murallas de la ciudad, el hombre le mostró a un encantador de serpientes, quien tocó una flauta e hizo bailar a una cobra al ritmo de la canción mientras Aladdín observaba.
Ya había oscurecido cuando llegaron a una misteriosa puerta en medio del desierto. Aladdín empezó a ponerse nervioso y se le ocurrió que su madre podía tener razón. Pero el mago le pidió un favor al chico con voz muy amable. Le habían robado una valiosa lámpara de oro, la cual estaba escondida en la cueva detrás de esta puerta. La puerta era demasiado pequeña para que el hombre la atravesara, así que albergaba la esperanza de que Aladdín lo ayudara.
— Cuando me oigas pronunciar un hechizo, tendrás que abrir la puerta y entrar —explicó el mago— ¡Pero ten cuidado! El pasadizo estará lleno de trampas. Debes pisar con cuidado y no tocar nada, excepto la lámpara dorada. Estará al final de la tumba... digo, cueva — Se corrigió rápidamente — ¡Sólo llévate la lámpara! No toques nada más.
Aladdín tenía algunas preguntas. No entendía del todo lo que estaba a punto de hacer y habría jurado que había oído al anciano decir "una tumba". No sonaba bien. De repente, el mago empezó a recitar el hechizo. Aladdín dudó un momento, así que el anciano agarró la puerta, la abrió de un tirón y empujó al niño hacia dentro. Aladdín estaba asustado, pero bajó las escaleras hasta el fondo de la tumba, donde vio montones de oro. Recordemos que él era muy pobre, así que aquello era un espectáculo digno de contemplar. ¡Nunca antes había visto riquezas tan increíbles! Mirase donde mirase, había joyas de oro, copas, jarrones y estatuas...
— ¡No te detengas! ¡Tráeme la lámpara! — La voz del mago resonó furiosa en la recamara, como si estuviera dentro.
Aladdín obedeció y se apresuró hacia el otro extremo del pasadizo, donde una lámpara de oro se alzaba orgullosa sobre un pedestal. La tomó y se volvió hacia atrás, pero sus ojos se posaron en un anillo de oro con incrustaciones de zafiros y rubíes. Lo agarró, se lo puso en el dedo y se dirigió a la puerta. En cuanto tocó el anillo, el suelo empezó a temblar y a retumbar como si de un terremoto se tratase.
— ¡Rápido, muchacho, lánzame la lámpara! —gritó el mago— ¡La tumba está a punto de cerrarse!
Aladdín se precipitó hacia la puerta, pero ya se estaba cerrando.
— ¡Dame eso! —dijo el mago, extendiendo la mano.
— ¡Ayúdame y tendrás la lámpara! —dijo Aladdín. ¡Esta vez no iba a dejarse engañar!
El mago no tuvo elección. Agarró a Aladdín del brazo y tiró de él hacia fuera, pero en cuanto Aladdín estuvo fuera, el mago le arrebató la lámpara de la mano.
— ¡Bueno, ahora ya no te necesito! —dijo el anciano cruelmente. Agarró al niño y trató de empujarlo de nuevo al interior de la tumba, ya que la puerta aún no se había cerrado. Presa del pánico, Aladdín se agarró de la túnica del mago y consiguió arrebatarle la lámpara antes de caer de nuevo dentro. La puerta se cerró de golpe. El mago estaba furioso. Estaba afuera, sin lámpara y sin poder recuperarla. El pobre Aladdín quedó atrapado en la tumba.
Desesperado y hambriento, Aladdín intentó durante todo el día escapar. Golpear la puerta o intentar abrirla no sirvió de nada. En la tumba no había nada que pudiera utilizar, sólo la lámpara y un montón de joyas. Tomó la lámpara y le dio la vuelta. Era bastante simple, pensó.
— ¿Qué clase de lámpara eres? —dijo en voz alta— ¿Por qué estaba tan interesado en ti el anciano? — Frotó la lámpara con la manga para quitarle el polvo, pero en cuanto sus dedos resbalaron sobre ella, la lámpara empezó a temblar. Sobresaltado, Aladdín dejó caer la lámpara al suelo y retrocedió. Lo último que necesitaba era otro terremoto.
La lámpara empezó a brillar y a echar humo. De repente, un fantasma apareció justo delante del chico. El fantasma flotaba frente a él y era enorme, pero lo que era extraño es que no asustaba en lo absoluto. De hecho, tenía una cara muy amigable.
— He pasado cientos de años atrapado en esta lámpara. Mi propósito es servir a quien me libere. A partir de ahora, seré tu sirviente —dijo el espíritu.
— Perdona, pero… ¿qué eres? —preguntó Aladdín— ¿Y cómo te liberé?
— ¡Soy un genio, por supuesto! —dijo el espíritu— Y me imagino que frotaste mi lámpara para liberarme. Así es como suele funcionar.
Aladdín pensó que debía estar soñando. Después de todo, llevaba mucho tiempo en la tumba sin comida ni agua. Pero no, el genio era real.
— ¿Qué te gustaría hacer primero? —preguntó el genio.
— Bueno, pues... ¿puedes sacarme de aquí? ¿Y puedo llevarme todo el tesoro? —preguntó Aladdín.
Antes de darse cuenta, Aladdín estaba de vuelta en casa, en la pequeña cocina de su madre, con montones de joyas y monedas de oro a su lado. No podía creer lo milagrosamente poderoso que era el genio. Corrió a abrazar a su madre, mientras la casa traqueteaba a su paso entre las joyas.
— ¡Nunca volveremos a ser pobres, mamá! —prometió el joven.
A partir de ese día, Aladdín pudo comprar todo lo que quiso en el mercado. Compró ropa bonita para su madre y para él, y cada día disfrutaba de comida deliciosa. Mientras tanto, el genio vivía con Aladdín y su madre, de vez en cuando haciendo tareas para ellos, aunque la mayor parte del tiempo la pasada durmiendo en su lámpara.
Al cabo de un tiempo, Aladdín empezó a sentir que le faltaba algo. Su vida era perfecta, pero se había enamorado de la hija del sultán. La princesa era increíblemente bella y amable, y desde que Aladdín la había visto por primera vez, no había podido pensar en nadie más.
— Voy a probar suerte —le dijo un día Aladdín a su madre—. Voy a pedirle al sultán la mano de su hija. Después de todo, ahora somos ricos, y no hay forma de que el sultán sepa que antes éramos pobres.
Se armó de valor y fue a ver al sultán. Llevaba sus mejores ropas y un cofre de oro de regalo. El sultán enseguida se encariñó con Aladdín y se lo presentó formalmente a la princesa. A la joven también le gustó Aladdín, y su padre les dio su bendición.
Aladdín no cabía en sí de gozo. Para demostrar su amor a su futura esposa, decidió construirle el palacio más hermoso del reino. Volvió a casa y le contó al genio la buena noticia, y juntos, encontraron el lugar perfecto para que el genio construyera por arte de magia un maravilloso palacio.
Sin embargo, el malvado mago no se había olvidado de Aladdín. Había aprovechado el tiempo para idear un plan magistral para recuperar la lámpara mágica. Así que un día se disfrazó de mercader y se dirigió al palacio donde Aladdín vivía con su nueva esposa.
Cuando el anciano mago llegó, Aladdín no estaba en casa. En su lugar, habló con la princesa.
— ¡Cambio lámparas nuevas por lámparas viejas! ¡Cambio lámparas nuevas por lámparas viejas! ¡Buenos días, bella dama! Le ofrezco esta hermosa lámpara nueva decorada con rubíes y zafiros a cambio de cualquier lámpara vieja cubierta de polvo que tenga en casa — dijo el mago— ¿Qué le parece aquella de allí? —dijo el mago señalando la lámpara del genio.
Por supuesto, la princesa no tenía ni idea de que se trataba de una lámpara mágica, y le pareció perfectamente razonable cambiarla por otra más bonita. En cuanto el viejo mago la tuvo en sus manos, rio maliciosamente, sacó brillo a la lámpara para despertar al genio y le ordenó que llevara a la princesa, al palacio y a él mismo al país de donde había venido.
Pueden imaginarse el susto de Aladdín al volver a casa y no encontrar ningún hogar. En cuanto se enteró de lo ocurrido, montó su caballo y partió al galope en busca de su bella esposa. Cabalgó y cabalgó, pero no tenía ni idea de adónde se la había llevado el mago. Bajó del caballo, con la sensación de haber fracasado, pero de pronto recordó que aún llevaba el anillo que había encontrado en la tumba.
— Si la lámpara era mágica, quizá este anillo también lo sea —murmuró Aladdín.
Sacó brillo al anillo y dijo con firmeza: — Tráeme de vuelta a mi amada esposa y a nuestro palacio.
De repente, el polvo empezó a arremolinarse rápidamente a su alrededor. Se formaron más y más remolinos hasta que se convirtió en una tormenta de arena y, sin más, su palacio se materializó a su alrededor y su esposa cayó en sus brazos.
Aladdín y su esposa estallaron en júbilo. Aladdín llamó a sus guardias y juntos capturaron al mago y lo arrojaron al calabozo para siempre.
A partir de ese día, los muros del palacio sólo conocieron la felicidad. Aladdín nunca olvidó que una vez, sólo había sido un pobre niño de la calle, y con la princesa se aseguraron de gobernar con amabilidad y responsabilidad y de cuidar siempre bien de su pueblo.