HabÃa una vez un pueblecito, y en el pueblecito habÃa una casa blanca con los postigos azules. Frente a la casa, habÃa un precioso jardÃn lleno de flores de todo tipo y, justo bajo la ventana, entre el espeso pasto y las hierbas, habÃa una pequeña flor, una margarita. El sol brillaba sobre ella todo el dÃa, por lo que todas las mañanas muy temprano abrÃa sus pétalos, blancos como la nieve, que rodeaban el centro de polen y que se asemejaba a un diminuto sol amarillento. La margarita se sentÃa de maravilla disfrutando del calor del sol y se giraba hacia él, como hacÃan las demás flores del jardÃn.
La margarita siempre disfrutaba del dÃa, absorbiendo los extraordinarios rayos del sol y escuchando a los pájaros cantar en los árboles. A la margarita le encantaba su canto, siempre tan feliz y animado.
A veces, cuando llegaba el mediodÃa en la escuela de ladrillos rojizos de al lado, oÃa a los niños jugar. Mientras ellos estaban en sus mesas con un lápiz en la mano y aprendÃan a escribir y a hacer cuentas, la margarita aprendÃa a ver las cosas que la rodeaban y a observar la belleza del mundo.
Le bastaba con mantener los ojos abiertos y, a cada segundo, descubrÃa algo nuevo que admirar. La margarita era muy alegre y feliz. Siempre se imaginaba que los pájaros cantaban sobre lo que ella sentÃa y que todo el mundo lo escuchaba, ella observaba con amor y respeto a un pajarillo azul y gris que pasaba por allà y que cantaba como los dioses. Le hacÃa muy feliz que el pájaro fuera tan inteligente y no le daba nada de celos.
—Puedo ver y oÃr —se dijo la margarita—, los rayos del sol me acarician y el…