Una liebre corría por el campo intentando salvar su vida mientras una gran sombra amenazante y oscura se cernía sobre ella. No era una nube que tapaba el sol; era un águila y llevaba mucho tiempo persiguiendo a la pequeña liebre.
La liebre cambiaba continuamente de dirección y saltaba alrededor de los obstáculos en el campo para dificultar la caza lo más posible. Se movía rápidamente de un lado a otro, tratando de escapar.
Sin embargo, no pudo librarse del ataque del águila y el pájaro la tomó firmemente en sus enormes garras. Cuando el águila se alzó volando hacia el cielo, la liebre supo que sus días estaban contados. Ahora no había esperanza de escapar, e incluso si la hubiera, la pequeña liebre no podría sobrevivir a la caída desde tal altura.
Todo el rato, un pequeño escarabajo rojo había estado observando desde la distancia. Él y la liebre eran amigos desde hacía mucho tiempo y habían acordado protegerse mutuamente, ¡aunque la liebre no podía imaginar cómo un insecto tan pequeño podría protegerla! Pero había llegado el momento para el escarabajo de demostrar de lo que era capaz.
Gritó tan fuerte como pudo al águila que planeaba entre las nubes: —¡Será mejor que traigas de vuelta a esa liebre! ¡Está bajo mi protección!
Pero el águila se rio de él. No tenía intención de dejar vivir a la liebre. El pequeño escarabajo estaba furioso. Se dirigió al árbol donde anidaba el águila, subió hasta el nido y mientras el águila surcaba por el cielo con la liebre, arrojó los huevos del pájaro de la rama.
Uno a uno cayeron al suelo donde se rompieron, desparramándose. Cuando el águila vio lo que había sucedido, se enfureció, sin saber qué hacer primero. Quería aplastar al pequeño escarabajo, pero…