Unos ratoncitos habían construido sus casas y madrigueras cerca de la embarrada ribera de un río. Todos vivían muy bien porque el río les proporcionaba agua fresca, sus guaridas eran muy profundas para darles tranquilidad y seguridad y, sobre todo, había un campo de cebada en los alrededores del que podían comer y recolectar ricos alimentos. De hecho, la única cosa que importunaba su paz era el zumbido de las moscas.
Tuvieron la mala suerte de que, pasado un tiempo, unas comadrejas descubrieran ese paraje idílico. Les gustó al instante y decidieron instalarse allá. Las comadrejas eran grandes y fuertes, maliciosas e inteligentes. No respetaban a los ratones en absoluto. El lugar pronto comenzó a quedarse pequeño para ratones y comadrejas y empezaron a pelear por el espacio.
Aunque había muchos más ratones que comadrejas, eran pequeños y débiles y perdían todas las batallas contra ellas. Ya los habían derrotado muchas veces cuando los ratones entendieron que, si nada cambiaba, perderían la guerra y las comadrejas los expulsarían de su hogar.
Convocaron un consejo para ver qué podían hacer. Discurrieron todos juntos, debatieron y discutieron, pero no tenían muchas opciones. Propusieron muchas ideas para combatir a las comadrejas, pero ninguna tenía una posibilidad real de funcionar.
No conseguían llegar a un acuerdo hasta que un anciano y sabio ratón alzó temblorosamente una pata y dijo:
—¡Necesitamos un jefe! No tenemos a nadie que nos guíe, por eso nuestra estrategia de lucha es tan caótica y desorganizada. Debemos elegir quiénes queremos que sean nuestros líderes y ¡necesitamos trazar un buen plan!
Un murmullo se extendió por toda la madriguera, puesto que los ratones debían valorar aquella idea. Finalmente, decidieron elegir a cuatro ratones que nombrarían generales y que serían los encargados de liderar las batallas contra las…