Érase una vez un comerciante de éxito, que era tan rico que podía pavimentar toda la calle donde vivía con plata. Pero, por supuesto, ¡él nunca haría tal cosa! El comerciante sabía invertir mucho mejor su dinero y su riqueza. Por cada moneda que gastaba, ganaba dos; así de buen comerciante era. Hasta que un día, cuando era viejito, falleció mientras dormía.
Todo su dinero fue a parar a manos de su hijo Ayaz, quien empezó a despilfarrar alegremente. Salía todas las noches y comía en los mejores restaurantes y se divertía en fiestas de disfraces.
El joven incluso utilizó algunas de sus monedas de plata en lugar de piedras para hacerlas rebotar por un lago cercano, ¡sólo por diversión! Pronto, sin embargo, el tesoro que su padre había amasado durante toda su vida se agotó. Ayaz se quedó sin nada más que cuatro pequeños pesos, un par de viejos calcetines y una antigua túnica de seda.
Ahora que estaba arruinado, aquellos a los que llamaba “amigos” no querían saber nada de él. Sin embargo, uno de ellos tenía debilidad por Ayaz y se compadeció de él. Le envió un baúl viejo y maltrecho con una nota, diciéndole que metiera en el baúl todo lo que le quedaba para no perderlo. Era un buen consejo, pero al hijo del comerciante no le quedaba casi nada.
En lugar de eso, se metió él solo en el baúl. Estaba tan triste que se le caían las lágrimas al suelo del baúl. Pero... este no era un baúl cualquiera. En cuanto el joven se incorporó, levantando la tapa, el baúl voló por los aires. ¡Zas! Subió por la chimenea y se elevó por encima de las nubes. Y, volando y volando, ¡acabó en Turquía! El baúl aterrizó…