Érase una vez un jardÃn precioso rodeado por una fila de avellanos que daban una buena cosecha de frutos cada otoño. Aledaños al jardÃn, habÃa grandes campos y prados donde pastaban ovejas y vacas con unos cencerros que les colgaban del cuello y, justo en el centro, habÃa un rosal en flor con capullos en tonos rosados y rojos. Al pie del arbusto, siempre se encontraba un pequeño caracol muy gruñón llamado Bonifacio, pero al que algunos llamaban Boni y otros Facio.
Cada vez que alguien pasaba cerca del rosal, se le podÃa ver fanfarroneando y presumiendo porque se creÃa el mejor. Era por naturaleza bastante presumido y se pasaba las horas del dÃa sin hacer nada, holgazaneando, apoltronado en su caparazón mientras se acicalaba constantemente.
—Esperad y veréis —les decÃa a las rosas—. Cuando llegue el momento, haré muchÃsimas cosas importantes, no solo florecer como vosotras o dar algunas avellanas como los árboles o un poco de leche como las vacas y las ovejas.
—Espero que estemos todas aquà para ver las cosas maravillosas que harás —contestaban las rosas con cansancio, reprimiendo el bostezo—. Perdona que te preguntemos, pero ¿cuándo va a llegar ese momento?
—No os preocupéis, queridas rosas, seguro que viviréis para verlo —respondÃa Bonifacio engreÃdamente, mirando de un lado a otro—. Solo me estoy tomando mi tiempo. ¿Por qué sois tan impacientes? ¿Por qué todo el mundo tiene tanta prisa? Al fin y al cabo, no tenéis nada mejor que hacer.
Y, tras responderles, bajaba los ojos hacia el suelo y las ignoraba. La misma conversación se repitió casi cada hora durante todos los dÃas de un año, por lo que era normal que las rosas no creyeran a Bonifacio (ni a Boni ni a Facio).
Un dÃa de verano en que el sol brillaba…