Érase una vez una familia real en un castillo: el rey, la reina y su hijo, el prÃncipe heredero. El prÃncipe tenÃa buen corazón y se preocupaba mucho por su gente.
Siempre dedicaba algo de tiempo a intercambiar unas palabras con el jardinero, el cocinero o los demás sirvientes. Por eso todos lo querÃan y también por eso, se vivÃa muy bien en el reino.
Finalmente, llegó el momento de que el prÃncipe se casara. Sin embargo, no encontraba una novia que le gustara en ningún sitio. No es de extrañar, pues, que el rey y la reina estuvieran cada vez más preocupados. Le proponÃan una princesa tras otra, pero al prÃncipe no le gustaba ninguna. Era muy exigente.
—Encantador hijo, mañana llegará al palacio una bella y delicada princesa del Reino del Este que hemos invitado —le dijeron los reyes—. Quizás, sólo quizás, te guste. Se miraron con esperanza e hicieron preparar un espléndido banquete con todo lo que cualquier persona pudiera desear. ¡Hasta tenÃan helados de todos los colores!
Al amanecer del dÃa siguiente, un elegante carruaje se detuvo frente al castillo real, desde el que se oÃa una risa tan alegre como el tintineo de una campana. En ese momento, una sonriente princesa de cabello dorado y rostro encantador salió del carruaje.
Encantada de estar allÃ, corrió directamente a través del lecho de flores, pisoteando las pobres violetas y campanillas de invierno que los jardineros se habÃan esforzado tanto en cuidar.
Más tarde, en el banquete, probó algunos pedazos de comida y elogió cortésmente los manjares, pero ni siquiera tocó la mayorÃa de los platos… ¡incluido el helado! Además, jugaba con los manjares que no se comÃa hasta dejarlos destrozados en el plato. Al mismo tiempo que dejaba la comida hecha un desastre, no paraba…