Érase una vez, en un reino muy lejano, en donde había un castillo real. El castillo era de piedras rosas y cristales grises. Ahí vivía un rey con su reina, que habían tenido todo en la vida menos una cosa: un bebé.
Todos los días se levantaban con la esperanza de que al fin llegaría el tan aclamado deseo. Lo amarían con todo su corazón.
Un día, la reina caminaba tristemente en su jardín, escuchando a las ranas reales croar, cuando decidió acercarse al lago. De repente, una de las ranas le dijo: — Tu deseo se hará realidad. Dentro de un año tendrás una hija.
Exactamente un año después, la reina tuvo una pequeña hija, a la que llamó Marianne. El rey era el hombre más feliz del mundo y para celebrar el nacimiento de su hija, organizó una enorme fiesta para compartir su emoción con todos en el reino.
Como era costumbre, en la lista de invitados debían estar las Hadas, su trabajo consistía en determinar cuál sería el destino de la hija real. Había trece hadas en total, pero el rey estaba tan distraído con la felicidad. Que cometió un terrible error: sólo invitó a doce.
El día de la fiesta, todos en el reino estaban felices. El ambiente se llenó de risas por todas partes, incluso los sirvientes del castillo silbaban alegremente por los pasillos.
Había tanta comida deliciosa que las mesas crujían por tanto peso. Todos los invitados comieron, bailaron valses y celebraron.
A medianoche, las Hadas llegaron a expresar sus deseos para la princesa Marianne. Desearon cosas maravillosas para la vida de la pequeña niña: sabiduría, belleza, buenas virtudes, riquezas y muchas otras cosas buenas.
Pero antes de que la última de las doce Hadas pudiera hablar, un inesperado invitado interrumpió la celebración. El hada número trece, a la que habían olvidado invitar, apareció por la puerta.
Ella usaba un vestido negro y largo que brillaba como diamantes al caminar. Cuando entró al salón todos los invitados se callaron y sus ojos se pusieron sobre ella. Ella se veía muy enojada. Ella sabía que era la única que no había sido invitada y se sintió rechazada.
Con voz grave y tenebrosa, declaró: — Cuando la princesa cumpla quince años, se picará el dedo con la espina de una rosa y morirá.— Luego se dio la vuelta y desapareció como una corriente de aire por la puerta.
Todos estaban aterrados. Sabían que la maldición no se podía deshacer. Pero faltaba que una amable hada hiciera su deseo. Ella dijo: — No morirá, sino que dormirá durante cien años.— Las campanas sonaron, señalando el final de sus palabras.
El rey ordenó cortar y quemar todos los rosales, con todo y sus ramas. Mientras Marianne crecía, cada una de los deseos se cumplía, se hacía bella, sabia y bondadosa, pero sus padres seguían preocupados por las rosas.
Antes de que se dieran cuenta, llegó su cumpleaños número quince. ¡La maldición del hada oscura! ¿Qué ocurriría? Mientras el castillo se preparaba para la celebración, la princesa vagó hasta que llegó a una puerta desconocida. ¡Estaba abierta! Y adentro había una escalera de piedra que hacía eco con sus pasos al subir. Arriba había una puerta, pero estaba cerrada. Entonces vio una llave vieja y oxidada en la cerradura.
Cuando giró la cerradura, rechinó por tanto óxido y la puerta se abrió con un crujido. La princesa entró con cautela en la pequeña habitación que había detrás.
Solo había una ventana pequeña y gruesas telarañas por todas partes. Los muebles estaban cubiertos de centímetros de polvo que la hicieron estornudar. Estaba a punto de marcharse cuando vio una flor en la ventana.
Estaba en un pequeño florero y tenía unos hermosos pétalos rojos, parecía ser de otro mundo. Marianne pasaba casi todo su tiempo libre en el jardín real, ¡pero nunca había visto una flor como esa en su vida!
Se acercó a la ventana para poder admirar la bella flor y notó lo dulce que olía. Era un aroma nuevo y encantador. Quiso tocarla, pero cuando alargó la mano para tomar el florero, sintió un ligero piquete en el dedo, en ese momento se desplomó en el suelo sucio y cayó profundamente dormida.
Eso no fue lo único que pasó. En todo el castillo, al momento en que la princesa se picó el dedo, todos cayeron al piso, quedándose también profundamente dormidos. Los padres, los sirvientes y los invitados que habían venido a celebrar el cumpleaños de Marianne, incluso los perros del patio, los caballos enganchados a los carruajes y los pájaros azules en pleno canto se durmieron. El único sonido que se oía era el susurro de las hojas cuando las ramas de los rosales trepaban por los muros del castillo.
El castillo y su gente se convirtieron en una leyenda que susurraban los niños, nadie creía que existiera. Los niños jugaban a ser caballeros valientes con espadas y palos en los campos. A medida que crecían soñaban con buscar algún día el reino maldito y salvar a todos los que estuvieran dentro, especialmente querían salvar a la Bella Durmiente, la princesa que decían que era la mujer más hermosa del mundo.
A lo largo de las décadas, muchos campesinos, e incluso apuestos príncipes de otros reinos, habían intentado llegar al castillo. Todos ellos sólo conseguían encontrar un denso matorral de rosas espinosas, que les resultaba imposible atravesar. Afilaban sus espadas una y otra vez, pero era en vano. Por mucho que lo intentaban, el muro de rosas no les dejaba pasar.
Durante cien años, diferentes hombres, algunos altos y otros bajitos, débiles y fuertes, nobles y campesinos e incluso algunos panaderos y sastres, intentaron pasar y fracasaron.
Hasta que un día, el joven y apuesto Príncipe Julián estaba de paso por el reino. Su caballo necesitaba herraduras nuevas, así que se detuvo en una aldea en busca de un herrero. El gordo herrero saludó cordialmente al príncipe y le ofreció algo de comer mientras esperaba las herraduras nuevas.
Mientras el príncipe esperaba que el herrero hiciera las nuevas herraduras para el caballo, escuchó que la esposa del herrero les contaba a los niños la leyenda del castillo maldito de las rosas —...y así la Bella Durmiente, junto con el reino, siguen profundamente dormidos hasta el día de hoy.— La mujer del herrero terminó su historia y los niños la miraron con la boca abierta. — ¡Vaya! —dijeron todos, asombrados.
Del otro lado de la ventana, el Príncipe Julián también estaba asombrado: se puso en pie de un salto, y con unas cuantas zancadas rápidas llegó hasta el herrero. Quería saber todo lo que sabía sobre la historia y le pidió indicaciones para llegar al legendario castillo maldito.
Tan pronto como su caballo estuvo listo, galopó inmediatamente hacia el castillo. Tuvo que superar muchas dificultades en su camino, pero era testarudo y decidido. Por fin, llegó al castillo. Estaba completamente cubierto de espinosos rosales.
¡De repente ocurrió! Las ramas de los rosales empezaron a aflojarse ante sus ojos, separándose por sí solas para dejarle pasar. En cuanto los atravesó, los arbustos volvieron a su sitio y formaron de nuevo un gran muro.
Llegó al patio real y todo y todos estaban totalmente quietos, dormidos en su sitio. Buscó por todas las habitaciones del castillo, abriendo y cerrando puertas, pero no había rastro de la princesa dormida.
Finalmente, encontró una puerta que conducía a una pequeña torre con una habitación en la parte superior. Subió las escaleras y encontró a la princesa dormida en el suelo.
Había escuchado que ella era hermosa, pero ahora que la veía con sus propios ojos no podía dejar de mirarla. ¡Era preciosa! Sintió que su corazón se aceleró, y se inclinó, le acarició el largo cabello rubio, y suavemente le besó los labios.
En el momento en que la besó, Marianne se despertó, abrió los ojos y miró los ojos color café del joven príncipe. Él la miró con tanta dulzura que ella supo que era su amor lo que la había salvado.
A lo lejos se podían escuchar a los perros ladrando en el patio. Marianne tomó su mano y juntos bajaron las escaleras. Todos bostezaban, y aturdidos despertaban de su letargo. Los rosales habían desaparecido.
Cuando el bello Julián y la hermosa Marianne se casaron, el herrero y su familia fueron invitados a la boda. La fiesta duró tres días y tres noches, y Julián y Marianne vivieron felices para siempre.