En un paÃs muy lejano más allá de las montañas, los bosques y los profundos mares, vivÃa un emperador que se amaba a sà mismo. Lo único que le importaba era su vida y él mismo. Y, sobre todo, su ropa. Para él, cambiarse de ropa cientos de veces al dÃa no era algo inusual. HabÃa malgastado todo el dinero de sus súbditos (que en realidad debÃa gastarse en el imperio), en comprar su asombroso vestuario. HacÃa tiempo que el teatro habÃa cerrado porque los actores no podÃan permitirse comprar marionetas o disfraces nuevos. El ejército se habÃa disuelto porque los soldados no podÃan permitirse armas ni entrenamiento. Tuvieron que vender todos sus caballos porque no habÃa dinero para comprar heno e incluso el herrero, hacÃa tiempo que no fabricaba nada, porque no podÃa comprar hierro. Los habitantes del imperio habÃan aprendido a valerse por sà mismos ya que sabÃan que no podÃan contar con la ayuda del emperador.
Estos pueblerinos vivÃan sus vidas corrientes bajo el castillo y amaban reunirse en el mercado de la ciudad para divertirse. Siempre habÃa mucho movimiento y bullicio en este mercado. Los que causaban el mayor revuelo eran los comerciantes extranjeros al traer toda una serie de mercancÃas que la gente nunca habÃa visto antes.
Un dÃa, dos tipos astutos llegaron a la ciudad. Se disfrazaron de tejedores y fueron directo al castillo a ver al emperador. Los guardias los recibieron como invitados de honor. Por supuesto, ¡nuevas telas harÃan feliz al emperador! Toda la corte se unió para recibirlos al son de las trompetas.
—¿Qué me traéis, tejedores? Espero que sea algo especial, porque mis estándares son muy altos —dijo el emperador.
Uno de los ingeniosos hombres le contestó:
—Le tejeremos una tela como nunca nadie ha visto.…