En una tierra muy, muy lejana, donde habitaban unos astutos demonios más negros que el carbón, vivía un leñador muy pobre con su familia. Cada centavo que tenía lo había ganado gracias a su duro trabajo, ya que se levantaba con el alba y se pasaba todo el día talando árboles hasta el anochecer, y con ese poco dinero mantenía a duras penas a su familia.
Un día, al partir hacia la montaña, el leñador entró en la despensa para prepararse algo de comida para el día, pero casi se había acabado toda la que tenían, así que tan solo agarró una rebanada de pan. Tras colocar ese escaso almuerzo en la bolsa, apoyó el hacha sobre su hombro y salió hacia el bosque.
Pronto llegó a un claro que conocía bien, colgó la bolsa con la comida en una rama y comenzó a talar un árbol. El sonido de su hacha contra el gigantesco árbol resonaba por todo el bosque; los pájaros que descansaban en los árboles cercanos huían en busca de calma y seguridad, y las ardillas sacaban la cabecita de sus refugios en los troncos para ver qué pasaba. Pero el estruendo también atrajo a un demonio muy curioso.
«Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí?», se preguntó el demonio maliciosamente. «Así que un leñador, ¿no? Desde luego que corta la madera de forma rauda y veloz. ¡Yo nunca podría trabajar tanto! ¡Un momento! ¿Qué es lo que cuelga de esa rama? Una bolsa. ¡Seguro que contiene ricos manjares!».
El demonio dio un brinco hacia la bolsa, moviendo el rabo de un lado a otro y sacudiendo los cuernos con impaciencia. Se acercó sigilosamente y, en un abrir y cerrar de ojos, la agarró y se desvaneció como si hubiera vuelto directamente al infierno.
El…