Había una vez un viejo tallador de madera que se ganaba la vida tallando juguetes. Hacía todo tipo de artículos, como elefantes, muñecos y soldaditos. Su nombre era Geppetto y era el tallador de madera más hábil en kilómetros y kilómetros a la redonda.
Pero se sentía solo, porque no tenía a nadie más que a su pequeño gato naranja llamado Fígaro, que era su mejor amigo. Pero claro, no era un ser humano. Ya mayor, Geppetto lamentaba solamente una cosa: no tener un hijo o una hija que le alegrara los días.
Una vez, mientras paseaba por el bosque, se encontró con un hermoso trozo de madera y nada más fijar sus ojos en él supo que iba a ser una maravillosa marioneta. Cortó la madera y se puso a trabajar ese mismo día.
Estaba muy satisfecho cuando terminó. ¡La marioneta parecía tan real! Podía mover sus bracitos y piernas y vestía ropajes hermosos. Geppetto estaba encantado con su trabajo y Fígaro, sentado a su lado, agitaba la cola con entusiasmo y maullaba alegremente.
—Te llamaré Pinocho —dijo Geppetto con una sonrisa cuando colocó al niño de madera en un pequeño armario junto a su cama.
Como ya era bastante tarde, Geppetto se estaba preparando para ir a dormir. Afuera todo estaba oscuro y miró por la ventana hacia la noche.
—Mira el hermoso cielo, Fígaro —dijo Geppetto mientras tomaba a su gato entre los brazos y los dos contemplaban la noche estrellada. El gato ronroneó.
—Es una verdadera lástima que nunca haya tenido la suerte de tener un hijo. Si Pinocho estuviera hecho de carne y hueso y no fuera un muñeco tallado en madera —dijo, rezando a la estrella más brillante del cielo. Era su estrella favorita y la de la suerte. Vaya que lo era.
Esa noche, cuando todos los seres vivientes ya habían partido hacia el reino de los sueños, la estrella de la suerte descendió del cielo nocturno y, flotando bajo la brillante luz de la luna, se convirtió en un hada. Dio un paso hacia Pinocho y dijo: —A un buen corazón, con mucho gusto le concederé un deseo y convertiré este tronco sin vida en carne viviente.
Luego agitó su varita mágica y le dio vida a Pinocho.
Pinocho abrió lentamente los ojos y estiró con cuidado una de sus diminutas manos.
—Estoy vivo —dijo sorprendido— ¡Soy un niño de verdad! —Luego se levantó y saltó con alegría por toda la habitación. Feliz, dio vueltas en círculos.
—¡Pero ten cuidado, Pinocho! —le advirtió el hada—. Puedes mantener tu forma humana, pero solamente mientras seas honesto, justo y valiente. Tienes que distinguir entre el bien y el mal y ayudar a Geppetto cuando lo necesite.
—Pero, ¿cómo voy a saber qué está bien y qué está mal? —dijo Pinocho, entrecerrando los ojos, confundido.
—Ahora tienes tu propia alma, así que decide sabiamente —añadió el hada y desapareció, dejando algunos destellos detrás de sí.
Pinocho le dio las gracias en voz baja y luego esperó con impaciencia a que saliera el sol y anunciara el nuevo día.
Cuando Geppetto se despertó esa mañana, Pinocho lo saludó inmediatamente: —Buenos días, papá.
Geppetto, confundido, miró alrededor de la habitación pero no vio a nadie a quien pudiera pertenecer la voz.
—¿Tú también lo has oído, Fígaro? —le preguntó al gato, quien se limitó a asentir con la cabeza.
—Estoy aquí. Soy yo quien habla —continuó Pinocho.
—¡Eso es imposible! ¡Todavía debo estar soñando! —dijo Geppetto, sorprendido. No podía creer lo que veía.
—¡Soy tu hijo, papá! El hijo que siempre has querido. Tu deseo se ha hecho realidad —dijo alegremente el niño.
Aunque Geppetto todavía no podía entenderlo, sintió que le envolvía una gran alegría. De inmediato levantó al niño y lo abrazó con cariño. La felicidad inundó toda la casa de punta a punta y hasta el techo.
Pasaron apenas unos días hasta que el niño empezó a desear poder ir a la escuela como cualquier otro niño.
—Papá, quiero ser un niño normal. Quiero aprender a leer, escribir y contar para poder ayudarte a ganar dinero —le dijo Pinocho al viejo tallador de madera.
Geppetto se alegró mucho al ver la sabiduría y la bondad de su hijo, pero no tenía suficiente dinero para pagar los libros escolares. Sin embargo, no le llevó mucho tiempo idear un plan. Vendió su grueso chaleco de lana preferido y con ese dinero le compró a su hijo todos los útiles escolares que necesitaba.
Cuando Geppetto dio los libros a su hijo, Pinocho le preguntó sorprendido: —Pero, ¿dónde está tu chaleco?
—Ya no lo necesitaba —dijo Geppetto mintiendo a la vez que sonreía al niño—. Toma los libros; espero que les des buen uso.
Pinocho se mostró muy agradecido y echó sus brazos al cuello de su padre.
Partió hacia la escuela a la mañana siguiente. Caminando alegremente, de repente escuchó música festiva que provenía de detrás de los arbustos y vio una carpa gigante de colores vivos. Naturalmente, tenía mucha curiosidad, como cualquier otro niño, y decidió acercarse para ver mejor. Pronto descubrió que estaba frente a un circo.
—Disculpe, ¿cómo puedo entrar? —le preguntó a un hombre alto que estaba frente a la carpa.
—Bueno, tendrías que comprar un boleto —respondió el hombre, refunfuñando.
—No tengo dinero, solamente tengo estos libros —dijo Pinocho, mostrándolos al hombre. Con una mirada maliciosa en los ojos, el hombre tomó los libros y a cambio le dio a Pinocho un colorido boleto.
—Ahora puedes entrar —dijo el hombre y dejó entrar a Pinocho.
Pinocho se abrió paso hasta el frente, contemplando la actuación en el escenario, muy asombrado. Dos marionetas de madera bailaban allí con hilos sujetados a sus manos y pies y Pinocho, incapaz de resistirse, se unió a ellas encantado, como si acabara de volver a encontrar a sus amigos de antaño.
La gente empezó a vitorear y a arrojar dinero a la pista del circo. Cuando el dueño se percató, se dio cuenta enseguida de cuánto dinero podía hacerle ganar un títere de madera que bailaba solo y una vez terminado el espectáculo, rápidamente tomó a Pinocho y lo encerró en una jaula de bronce.
—¡Por favor, señor, no me deje aquí! Debo ir a la escuela —le gritó el niño al hombre bien vestido.
—¿Qué dijiste? Bueno, entonces, ¿por qué estás en mi circo cuando se supone que deberías estar en la escuela? —preguntó el hombre, confundido.
—En realidad soy un niño de verdad, no una marioneta de madera. Vendí mis libros para ver tu espectáculo, pero ahora me arrepiento muchísimo —dijo Pinocho decepcionado, dándose cuenta finalmente del error que había cometido.
—¡Pobre niño! Toma tu dinero. Ahora vete, compra algunos libros nuevos y cuídate mucho. No todo el mundo tiene tan buen corazón como yo —advirtió el hombre a Pinocho y lo dejó salir de la jaula.
—¡Gracias, señor, gracias! —dijo Pinocho con una sonrisa. Se fue con paso ligero hacia la escuela.
«Esta vez tuve suerte», pensó Pinocho. Ahora sabré con más certeza lo que es correcto.
Caminó rápidamente hacia la escuela, pero no pasó mucho tiempo hasta que se encontró con un zorro.
—¿A dónde vas? —preguntó el zorro, enrollándose alrededor de sus piernas.
—A la escuela, por supuesto —respondió Pinocho, sonriendo y siguió caminando.
—La escuela es una pérdida de tiempo. ¿Para qué ir a la escuela cuando puedes tener todo lo que quieras sin tener que aprender nada...? —dijo el zorro, intentando engañarlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pinocho, desconcertado.
—Bueno, ven conmigo y te enseñaré un lugar del que nunca querrás irte. —Luego se apartó del camino y se dirigió a un bosque cercano. Pinocho lo siguió sin decir una sola palabra, escuchando sus relatos sobre este mágico lugar.
Pinocho no veía la hora de llegar allí, y cuando llegaron, vio que el zorro tenía razón. ¡Había golosinas, piruletas, chocolates, caramelos y juguetes por todas partes! ¡Y también niños de su edad, tantos nuevos amigos! Feliz y sonriente, inmediatamente corrió hacia los otros chicos.
De alguna manera pasaron varias horas. El sol se ponía lentamente, pero Pinocho seguía jugando con sus nuevos amigos. La idea de que Geppetto estuviera preocupado en casa nunca pasó por su mente. ¡Se estaba divirtiendo demasiado!
Ya casi había oscurecido cuando Pinocho finalmente se detuvo por un momento. Tenía una extraña sensación, como si tuviera algo en la cabeza, y al tocarse las orejas, sintió que eran grandes y peludas. Rápidamente se levantó y corrió hacia el espejo más cercano y vio que de repente, tenía una cola y orejas de burro.
Pinocho no sabía lo que estaba sucediendo pero sabía con certeza que tenía que ponerle fin. ¿Dónde estaba exactamente? ¿Por qué se estaba convirtiendo en burro? Se había desviado una vez más del camino correcto, había sido víctima del engaño y no había distinguido el bien del mal. Echó la culpa al astuto zorro, claro, pero la verdad es que había sido culpa suya y de nadie más.
Pinocho inmediatamente se puso en marcha, pero los guardias, de los que ni siquiera se había percatado hasta ese momento, comenzaron a perseguirlo. Corrió y corrió tan rápido como sus piernas de madera se lo permitían.
Cuando finalmente escapó del bosque encantado, tanto la cola como las orejas de burro desaparecieron, pero Pinocho no se atrevió a detenerse. Nunca había estado tan asustado en toda su vida, pero decidió aminorar el paso y darse la vuelta para ver si todavía lo perseguían.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba a la orilla del mar, no muy lejos del puerto junto al pueblo. De pronto escuchó voces y pasos cercanos y rápidamente saltó al agua.
Nadó un rato, flotando fácilmente sobre las olas ya que estaba hecho de madera liviana, y luego, de repente, una ballena gigante surgió del agua y Pinocho pudo ver el interior de su enorme boca.
¡Glu, glu, glu! La ballena lo engulló y Pinocho se encontró dentro de su enorme vientre. Con enorme sorpresa, chocó con el pobre Geppetto.
El viejo tallador de madera había sido tragado por la ballena mientras buscaba a su único hijo que no había regresado de la escuela. Cuando había buscado en cada rincón de la tierra, decidió empezar a buscar en el mar, cuando se encontró con este monstruo de ballena.
—¿Papá? ¿Eres tú? —dijo Pinocho, abrazando a Geppetto.
—¿Qué haces aquí, mi querido muchacho? ¿Dónde has estado? —preguntó Geppetto, abrazando fuertemente al niño.
—Cuando salí para la escuela por la mañana, alguien me tomó de la mano y me llevó. No pude hacer nada al respecto —mintió Pinocho y antes de que pudiera terminar, su nariz empezó a crecer.
No entendía lo que estaba pasando y seguía mintiendo y mintiendo. —Más tarde descubrieron que estaba hecho de madera y me arrojaron a las olas.
Para entonces, su nariz era mucho más larga que hace un minuto y se la agarró con ambas manos, aterrorizado.
—¿Estás seguro de que esto es lo que realmente pasó? —preguntó Geppetto con incredulidad.
—Sí, lo estoy —mintió de nuevo el niño y la nariz siguió creciendo hasta que era tan larga que ni siquiera podía ver bien.
Una voz en su cabeza seguía diciéndole que mentir era malo y finalmente decidió confesar lo que realmente pasó. Avergonzado (y había mucho de qué avergonzarse) le contó todo a Geppetto, sabiendo que debía decir la verdad. Y cuando reconoció todas sus travesuras, su nariz se redujo a su tamaño normal.
Ahora tenían que averiguar cómo salir del vientre de la ballena. Había barcos naufragados con velas rotas a su alrededor, así como muchas cosas perdidas hacía mucho tiempo que la ballena había engullido. Fue entonces cuando a Pinocho se le ocurrió una brillante idea.
—Papá, ¿y si encendemos un fuego? El humo haría estornudar a la ballena y esa sería nuestra salida —sugirió el niño, con una sonrisa.
—Bueno, espero que funcione, hijo. Vamos a intentarlo —dijo Geppetto.
Hicieron lo que sugirió Pinocho y todo salió según lo planeado. Después de encender el fuego, la ballena estornudó y los arrojó hasta la orilla. El padre y el hijo se abrazaron y vitorearon. ¡Tuvieron mucha suerte de salir del vientre de la bestia!
Por la noche, el hada apareció nuevamente en su casa y le preguntó a Pinocho cómo estaba.
—No muy bien. No pude resistir la tentación, no distinguí el bien del mal y además mentí —respondió con sinceridad, mirando tristemente al suelo. Pensaba que el hada había regresado para convertirlo nuevamente en una marioneta sin voz.
—Bueno, Pinocho, has hecho algunas cosas malas pero ahora estás aquí, sano y salvo. Te tomó algo de tiempo descubrir lo que es correcto. Fuiste valiente y honesto. Has aprendido que mentir no es el camino que quieres seguir, ¿verdad? —preguntó el hada.
—No, no lo es. Por favor, no me conviertas nuevamente en una marioneta de madera —suplicó el triste niño.
—No te preocupes. Pasamos toda nuestra vida aprendiendo a distinguir el bien del mal. Hoy has descubierto que el mundo no es perfecto y con ese conocimiento te has convertido en un verdadero ser humano —dijo el hada y apuntó su varita mágica hacia Pinocho, quien de pronto se convirtió en un niño real, de carne y hueso.
Pinocho había aprendido de sus errores y había descubierto que no se puede confiar en cualquier persona que conozcas. Y Geppetto, bueno, estaba tan contento que ni siquiera sabía cómo expresar su agradecimiento. Su mayor sueño se había hecho realidad: ahora tenía un hijo, Pinocho. Y el sueño de Pinocho también se había hecho realidad: ¡por fin era un niño de carne y hueso!