Un día, un león asó un suculento trozo de carne de venado en su gran jardín. A la modesta tortuga que vivía al lado se le hizo la boca agua al oler el increíble aroma del filete a la pimienta.
Como solo tenía avena normal en casa, decidió comerse su sosa papilla en el patio, mientras olía el maravilloso aroma procedente del jardín del león.
Así, esperaba disfrutar más de la comida. — Quizá el olor haga que todo sepa mejor— pensó. Comió tranquila y deprisa, sin dejar de oler el festín.
Al día siguiente, se encontró con el león y le dijo: — ¡Qué espléndida cena la de ayer! El olor era divino. Incluso mi papilla sabía mucho mejor con ese delicioso olor de tu carne haciéndome cosquillas en la nariz.
El león gruñó y dijo: —¡Así que por eso mi carne no sabía a nada! ¡Olías todo el delicioso sabor! Te juro que no pude probar ni un bocado que tuviera sabor.
La tortuga, aterrorizada, ni siquiera pudo replicar antes de que el león continuara: — Ya que me has robado todo el sabor del olor de mi comida, iré a ver al sultán y se lo contaré todo.
— Todavía tengo un trozo de la carne de ayer. Enseguida se dará cuenta de que no tiene ni rastro de sabor. Exigiré cinco barriles de hidromiel dorada como pequeña compensación por tu crimen, ¡además de un severo castigo para ti!
La tortuga, desesperada, salió inmediatamente en busca de hidromiel para el león, mientras intentaba averiguar qué podía decirle al sultán para evitar cualquier castigo extra.
No quería ser arrestada ni nada peor. De repente, escuchó crujidos en la hierba y vio que una liebre de color claro se dirigía hacia ella.
— ¿Por qué andas por…