Érase una vez un corderito suave y peludo al que le gustaba pasear y explorar el mundo. Un dÃa, se adentró en un profundo bosque lleno de hierba muy suculenta. Se sentÃa tan feliz que ni siquiera se dio cuenta de que se habÃa desviado del camino.
Cuando vio que estaba perdido y que no lograba encontrar la manera de regresar al prado, se asustó y empezó a correr frenéticamente de un lado a otro. Su balido era tan fuerte y temeroso que un lobo hambriento lo escuchó.
—¡Beee! ¡Beee! —balaba, atemorizado.
—Ñam, ñam, ñam —dijeron las tripas del lobo.
Se acercó al corderito y, cuando lo vio, supo de inmediato que tenÃa la cena servida. Se relamió sus grandes labios de lobo. Pero el cordero empezó a suplicarle:
—Por favor, lobito, no me comas aún, ¡soy muy pequeño! ¿Qué clase de cena serÃa yo, más allá de unos pocos bocados? ¡No te saciarÃas ni lo más mÃnimo! Espera hasta que crezca y, entonces, seré una cena mucho más abundante.
—Bueno, supongo que tienes razón. Esperaré a que crezcas y, cuando te pongas regordete, grande y jugoso, te comeré —dijo el lobo, antes de liberar al cordero, con las tripas rugiendo.
Pasó el tiempo y el corderito se convirtió en un carnero grande y fuerte que no le tenÃa miedo a nada. Un dÃa, se encontró de nuevo con el lobo que se habÃa apiadado de él.
—Bueno, carnero, ¿recuerdas tu promesa? —preguntó el lobo con un «¡gr...!».
—Por supuesto que sà —dijo el carnero—, pero ahora soy demasiado duro y musculoso. Te dañarÃa los dientes y no serÃa buen alimento para ti.
El lobo se enojó muchÃsimo. Aulló furiosamente porque comprendió que el carnero lo estaba engañando de nuevo. Como tenÃa mucha hambre, insistió en que…