Una tarde húmeda y soleada, una tortuga estaba descansando a orillas del rÃo cuando vio que algo flotaba aguas abajo. No lograba distinguir qué era, pero miró de nuevo y vio que se trataba de un banano.
Estaba entusiasmada ante tal tesoro, puesto que era una apasionada de la jardinerÃa. Sin pensarlo dos veces, saltó al agua, agarró el árbol por el tronco y una rama y lo llevó hasta la orilla. Pero, cuando quiso sacarlo del agua, vio que era demasiado pesado para arrastrarlo. Lo dejó allá y fue en busca de ayuda.
En el camino, se encontró con un mono.
—Hola, mono —dijo la tortuga—. ¿PodrÃas ayudarme a sacar un banano del agua? Me gustarÃa plantarlo en mi jardÃn.
—Por supuesto, yo te ayudo, pero a cambio me quedaré con la mitad de los frutos del árbol —dijo el mono, que era un poco perezoso, un poco avaro y que se creÃa más listo de lo que era.
A la tortuga le pareció un trato justo, de modo que empezaron a tirar y tirar del árbol, entre jadeos y resoplidos, hasta que por fin lograron llevarlo al jardÃn de la tortuga, que estaba lleno de frambuesas silvestres, quelites e incluso algunas palmeras, de las que extraÃa sagú para sus recetas.
—¡Muy bien! Plantemos el árbol y, cuando las bananas estén maduras, las dividiremos como acordamos —sugirió la tortuga.
El mono, que era muy impaciente, no quiso esperar a la repartición y exigió a la tortuga que le diera la mitad del árbol ¡de inmediato! Incluso comenzó a saltar y a brincar para demostrarle que hablaba en serio.
La tortuga, de mala gana, dividió el árbol por la mitad. El mono rápidamente se quedó con la frondosa copa y le dejó a la tortuga la…