Érase una vez un viejo granjero que tenía una vaca muy, muy vieja. La vaca era tan vieja que ya no podía dar leche ni tener terneros y estaba casi ciega.
A pesar de la tristeza que esto le producía, decidió llevarla al mercado del pueblo y venderla al carnicero. Pensó que conseguiría unas cuantas monedas de oro y que podría utilizarlas para comprar una novilla joven y llena de energía.
Al día siguiente, el granjero se levantó al amanecer y caminó despacio hacia el pueblo con su vaca. Llegó pronto, pero ya había vendedores por todas partes. Estaban montando sus puestos con sus mercancías y preparándose para el trabajo del día.
El mercado estaba tan concurrido, con tanta gente, que no se fijó en dos estafadores sentados en una cerca. Ellos lo observaban.
— Eh, granjero —dijo uno de ellos. — ¡Qué bonita cabra tienes ahí! Seguro que quieres venderla. ¿Cuánto cuesta?
— Esos tontos ni siquiera saben distinguir una cabra de una vaca —murmuró el granjero a su vaca. Los despidió con la mano, les lanzó una mirada de mal humor y siguió caminando.
Los estafadores, bastante entretenidos con este juego, corrieron silenciosamente delante de él. Encontraron un tendedero con camisas y pantalones de hombre y se cambiaron rápidamente. Corrieron a un nuevo lugar frente al granjero y se apoyaron en una pared para esperar a que se acercara.
— ¡Qué cabra tan maravillosa, señor granjero! —gritó el segundo estafador. —¿Va a venderla?.
— ¿Se ha vuelto loca la gente? —se preguntó el granjero — ¿O me estoy volviendo loco yo?.— Volvió a mirar a la vaca para asegurarse de que había traído el animal correcto. De hecho, se detuvo, examinándola de cerca. ¡Efectivamente, trajo a su vieja vaca!
Siguió adelante, tratando de…