Érase una vez, dos hermanos. El hermano mayor, Martín, tenía tanto dinero que podía comprar lo que quisiera. Era rico, pero no era nada generoso. Su corazón era tan frío y duro como la piedra y su mente era oscura.
Su hermano menor, Alberto, era exactamente lo contrario de Martín. Siempre era amable y servicial con todos, sin importar quiénes eran. Compartía con los demás a pesar de que era tan pobre que a veces ni siquiera tenía para comer. Siempre veía lo bueno en todo.
Una noche especialmente gélida, Alberto fue a casa de su hermano mayor para pedirle ayuda. Era pleno invierno. El pobre Alberto no tenía carbón para calentarse ni comida para alimentarse, así que pidió a su hermano que le prestara una pequeña bolsa de carbón y un poco de comida.
Le dijo a su hermano que no había comido en tres días, pero a Martín no le importó que Alberto tuviera frío y hambre, se rio de él cruelmente y cerró la puerta de un golpe.
—¡Muérete de hambre o congélate, me da igual! —gritó mientras cerraba con llave la puerta.
Alberto decidió ir al bosque a buscar comida. Solamente tenía su fino abrigo y pantalones de lana y sus botas tenían grandes agujeros en las suelas. Pero tenía hambre y empezó a caminar. Deambuló por el bosque durante lo que parecieron horas. Buscó sin éxito cualquier cosa que pudiera comer, con los dientes castañeteando, hasta que empezó a oscurecer y cayó la noche.
Había un silencio total excepto por el solitario ulular de un búho. Hambriento y temblando, se acurrucó en el suelo duro y frío. Sus botas ahora estaban casi destrozadas por la larga caminata.
Soñó con una gran hoguera crepitante y recordó cómo se sentía. Se imaginó acercando…