HabÃa una vez un pequeño pueblo costero a orillas del mar. Normalmente reinaba el ruido y el bullicio, pero, en aquella ocasión, no se escuchaba más que un tétrico silencio. Las mujeres, pálidas, sin decir una palabra, observaban a los hombres regresar del mar y de los botes con las manos vacÃas. Como ayer. Y como el dÃa anterior. Incluso los pescadores estaban tristes porque no habÃan conseguido atrapar ni un pez.
Para la gente del pueblo era un desastre. Su dieta se basaba en lo que sacaban del mar. Además de pescar, cazaban focas, morsas y ballenas, pero hacÃa mucho tiempo que todas habÃan desaparecido. Era como si en el mar no quedara nada con vida.
Nadie sabÃa qué hacer. ¿Dónde podÃan encontrar comida? Ese año, el invierno era frÃo e implacable. Los hombres se sentaban en silencio a coser las redes vacÃas mientras las madres se sentÃan impotentes. ¿Con qué le harÃan ahora sopa a sus hijos? No tenÃan nada que echarle. Los niños vagaban sin rumbo por el pueblo, tenÃan demasiada hambre hasta para jugar.
Una de las mujeres, sin embargo, se negaba a quedarse sentada mientras veÃa a todo el pueblo sufrir, por lo que agarró a su hijo de la mano y lo llevó junto al mar. Entonces le dijo:
—Hijo mÃo, pregúntale al mar qué es lo que pasó. Pregúntale dónde fueron todos los peces y las focas.
El chico miraba a su madre con la boca abierta.
—¿Que le pregunte al mar? —preguntó, confuso.
—Tu abuelo y tu bisabuelos eran chamanes. Se creÃa que tenÃan poderes milagrosos y que podÃan hablar con el mar. Hoy en dÃa, nadie cree en los chamanes, pero su sangre corre por tus venas. ¿Quién sino iba a poder hablar con el mar?…