Hace mucho tiempo, en los confines del norte vivÃa una tribu inuit. SobrevivÃan en las heladas costas árticas en iglús y dependÃan del mar para alimentarse. ComÃan principalmente focas y salmón, aunque de vez en cuando pescaban algo más.
Todos los jóvenes cazaban y pescaban; llevaban a sus familias lo que capturaban o mataban. Pero habÃa una anciana que vivÃa a las afueras de la aldea y que no tenÃa marido, hermano o hijo que la ayudara con la comida. Entonces los vecinos se turnaban para ayudarla y darle una parte de lo suyo.
La anciana se sentÃa sola. ¡QuerÃa una familia! Pasaba la mayor parte de sus dÃas caminando por las frÃas e invernales costas, rezando para tener un hijo. Un dÃa los cazadores regresaron con un enorme oso polar y le dieron las costillas a la anciana. Uno de los jóvenes regresó más tarde. Todos en la aldea sabÃan que ella se sentÃa sola, asà que él le regaló un osezno del oso polar.
La pequeña bola de pelo blanco yacÃa inmóvil. Al principio la anciana pensó que estaba muerto, pero pronto se calentó y gimió un poco. —Seguro que tienes hambre, ¿no es asÃ, pequeño? —Miró alrededor de su iglú y encontró grasa y salmón—. Tu nombre es Nakoda —le dijo, mirándolo a sus grandes ojos.
A partir de ese dÃa, madre e hijo comenzaron a volverse muy cercanos. Ella le hablaba y parecÃa como si el osezno hubiera adquirido una mente humana. Olfateaba cuando tenÃa hambre, se acurrucaba cuando necesitaba afecto y soltaba un pequeño gruñido cuando estaba molesto.
A los aldeanos no les molestaba el osezno y los niños de la aldea lo querÃan mucho. Todos los dÃas venÃan al iglú de la anciana. —¿Puede salir a jugar Nakoda? ¿Por favor,…