Érase una vez un pobre granjero que se ganaba la vida cuidando un pequeño campo que alquilaba a un terrateniente avaricioso y egoÃsta. El campo no era muy fértil, de hecho estaba más seco que la mojama.
Sin embargo, el terrateniente seguÃa exigiendo un alquiler muy elevado. Durante las malas temporadas, cuando la cosecha era escasa, el granjero temÃa que su familia no tuviera nada que comer, salvo nabos escuálidos y zanahorias pequeñas. En esos tiempos difÃciles, se desvivÃa por vender su cosecha en el mercado para poder pagar el alquiler.
Un dÃa, cuando llegó la hora de pagar el alquiler y al granjero no le sobraba ni una moneda, envió a su hijo a pedirle al terrateniente un poco más de tiempo.
—Hijo —le dijo—, haz lo que puedas. Quizá esta vez atienda a razones — El hijo fue a suplicar al terrateniente, pero éste, avaricioso y egoÃsta, no le hizo ni caso.
—Dile a tu perezoso padre que pueden empaquetar las pocas baratijas que poseen y marcharse —dijo el avaro—. ¡Si no pueden pagar mi alquiler, no pueden quedarse en mis tierras! ¡Ja! ¡Menudo descaro! — Y cerró la puerta en la desesperada cara del muchacho.
El hijo estaba angustiado y, con la cabeza gacha, emprendió el largo camino de vuelta a casa. Al cruzar el campo en el que trabajaban, lo detuvo un anciano con una cara tan arrugada como una ciruela pasa y una barba canosa.
—¿Por qué estás tan triste, muchacho? —le preguntó con amabilidad, y el chico le contó entre lágrimas todo lo del campo, el dinero del alquiler y el horrible terrateniente que les iba a echar de su casa, probablemente en cuestión de dÃas.
—No estés triste, muchacho. Yo te ayudaré —dijo el anciano con dulzura—. Si vienes a…